No está muerto quien pelea, reza la sabiduría popular. Cristina Fernández de Kirchner ha cometido, en su lucha por alcanzar sus objetivos políticos, incontables errores de todo tipo, muchos de ellos descomunales. Pero éste -su discurso ante la Asamblea Legislativa- no ha sido el caso. A todos los que somos indomables opositores se nos presenta así todavía como un adversario temible y deberíamos extraer las consecuencias del caso.
Los prolegómenos del 1° de marzo incluyen dos hechos significativos. Primero, la palabra de orden del acontecimiento en tanto acto político del Frente para la Victoria, que en gran medida es lo que fue: "La democracia no se imputa". Estas palabras horripilantes anticipaban que sobre la plaza del Congreso irían a cernirse los nubarrones de la intolerancia y la intimidación. Segundo, el fallo del juez Rafecas, que hacía sospechar que estaríamos ante un Frente para la Victoria envalentonado y dispuesto a hacer "tronar el escarmiento". En otras palabras, que la líder de un movimiento que enfrenta -no como futuro inexorable, pero sí como fantasma- su descomposición aprovecharía la oportunidad no solamente para galvanizar las fuerzas propias, sino también para amedrentar a las ajenas. Y para profundizar la polarización en la que, Cristina cree, radica su energía política.
No fue esto lo que sucedió. Y la sorpresa dejó algo descolocados a muchos analistas y a muchos actores políticos. En esto, creo, radica la maestría de su jugada: en elegir un trayecto inesperado y en dosificar con bastante medida la composición de defensas y ataques necesaria -como la diatriba destinada a la Corte Suprema- para seguir ese trayecto.
Primero, el discurso de Cristina, más allá de algunos floreos, no estuvo dirigido a "todos" los argentinos. Fue un discurso orientado enteramente a las fuerzas propias; la "otra" Argentina, la Argentina de clase media, la Argentina que lee los "diarios monopólicos", que siente un singular afecto, según CFK y tantas plumas del Frente para la Victoria, por los "grupos más concentrados" y por lo "foráneo"; en suma, la Argentina de la prosperidad en una sociedad cruelmente desigual, esa Argentina fue poco menos que un convidado de piedra. No fue atacada, fue simplemente ignorada. Gran acierto político el de Cristina: que sea la propia oposición partidaria, hasta ahora sin liderazgos claros, fragmentada en exceso, sumida en sí misma en el desconcierto, la que se ocupe de ofrecer una política a la Argentina próspera (y a las multitudes medias que por falta de alternativas se agarran de sus faldas).
Las bases sociales y políticas propias fueron, en cambio, convenientemente mimadas. Se destaca un intento estratégico que podrá fracasar o no, pero es claro: fortalecer un pacto de creencias sobre la base de los años kirchneristas como los de reinstitución de los años dorados de la Argentina peronista. La refundación de una Argentina productiva (sobre todo industrial, siendo la industria la rama predilecta de la ideología kirchnerista), del pleno empleo, de un Estado de bienestar, fueron enfatizados y realzados mediante el uso de los números, muchos de ellos verdaderos, muchos de ellos falsos. Y también mediante las omisiones más conspicuas: la inflación, los gravísimos desequilibrios macroeconómicos creados, la mala calidad del empleo, la hipertrofia del sector público, entre otros.
No se trató de un informe; se trató de la constitución de un legado con destinatario abierto, pero del que el lazo actual entre la conducción y los seguidores es fundante. Políticamente, en las palabras de Cristina, esta constitución tiene en el victimismo de cuño peronista uno de sus eslabones más fuertes; victimismo que exculpa y desresponsabiliza por eventuales catástrofes (que tendrán así que absorber gobernantes y fuerzas políticas venideras): "Nuestros fracasos no pueden ser sólo adjudicados a los de afuera, también a los de adentro". Es el querido enemigo interno, tan útil. La memoria de oro de una época puede, así, ser fijada, y si esa época se desvaneciera, esto no debería ser atribuido a quienes la construyeron con pies de barro.
Aunque este victimismo no es sólo peronista, sino también muy argentino, Cristina pulsa hábilmente las cuerdas de una cultura en la que se siente muy a gusto sin, tal vez, creer del todo en ella. "Ni magia ni inteligencia, voluntad política y coraje", nos dice, o, mejor, les dice. En todo, es querer y poder. La voluntad política convertida en el núcleo duro de la acción de gobierno le confiere una inteligibilidad a este todo: en fin, no somos el pueblo, estamos por encima de él, pero lo queremos, y porque queremos podemos protegerlo. La corrupción, que para nosotros tiene tanta importancia práctica, para ustedes, los de abajo, es un detalle nimio. También el anticapitalismo más tibio, más lechoso, estuvo presente como ingrediente (ingrediente que puede justificar la explotación más cruda): "Si se caen las empresas, se caen los trabajadores; no es que seamos buenos con los empresarios, los necesitamos". La versión flor de ceibo, nac&pop, del pacto socialdemócrata tiene esto, se puede declarar impunemente la falta de amor, mientras el amor se vuelca selectivamente hacia socios y amigos. Y el Estado de bienestar es en verdad un Estado benefactor: "Un mango de los que gastan [por el programa Ahora12] se lo paga el Gobierno". No los contribuyentes, incluidos los paupérrimos que pagan IVA, por supuesto. En suma, dirían los kirchneristas, dejamos un redomón muy difícil de montar, salvo para nosotros, que no deberíamos salir del gobierno, pero, si eso ocurriera, estaremos listos para volver no bien nos llamen: "País cómodo para la gente, incómodo para los dirigentes".
No se trata aquí de analizar la veracidad de esta frase, sino de sopesar su valor discursivo. Por lo pronto, encaja muy bien con todos los otros componentes. La vieja idea de que Perón dejó un país de organizaciones populares fuertes y por ende ingobernables (como si no existieran regímenes democráticos capaces de gestionar el conflicto social) le pone una determinada letra al impulso popular: la del cortoplacismo que se desentiende de las consecuencias, modalidad tan cara, al menos antaño, a las organizaciones sindicales (y también a los empresarios, hay que decirlo).
Tenemos, desde luego, un área importante del discurso que disgustó a los opositores: las diatribas contra el Poder Judicial ("iba a decir, casi digo, Partido Judicial"). En ellas, la Presidenta no avanzó un centímetro de lo que ya había dicho en ocasiones anteriores y que expresa una noción antiliberal de predominio del Ejecutivo (sólo éste encarna la voluntad nacional). Pero obsérvese lo siguiente: "La Justicia tiene que ser independiente del poder político, de los poderes concentrados de la economía, pero no puede ser nunca independiente de la Constitución". Tampoco aquí interesa si Cristina lo cree o no, pero podemos preguntarnos si está fijando una línea argumental de defensa para enfrentar el fuego graneado de las causas que "imputan (o imputarán) a la democracia" (por supuesto, ellos son la democracia).
Como sea, el fantasma del golpismo no estuvo presente, y aunque la retórica fue encendida en ciertos pasajes (sobre todo en el dedicado al atentado a la AMIA), no incurrió en invectivas contra traidores o enemigos de la patria. No se trató de una pieza destinada a la polarización. No anunció una nueva arremetida acompañada por las trompetas del ¡vamos por todo! Estuvo más bien destinada a solidificar una configuración política lábil y poco consistente. Y que descolocó bastante a la oposición que, otra vez, tendrá que acomodar su libreto. Desde esta perspectiva, y de cara a las próximas elecciones, el panorama que se presenta es el de un oficialismo cuyos activos políticos no están intactos pero cuya oposición no ha encontrado aún la forma de ponerlos en jaque. Y el de una oposición en cuyo seno no han surgido aún ni el liderazgo ni el discurso político necesarios para ello.
El autor es investigador principal del Conicet y miembro del Club Político Argentino