Hace algunas semanas, ocurrió un grave episodio de violencia en una propiedad rural cercana a la ciudad de Laboulaye, en la provincia de Córdoba. Incendiaron una vivienda, destruyeron un galpón y tres viejos tractores y rompieron un silobolsa cargado con granos. Inmediatamente, el suceso fue calificado de “vandalismo”, puesto que los agresores no robaron nada.

Sin embargo, este tipo de hechos se vienen repitiendo de manera sistemática en el país en coincidencia con el ataque verbal perpetrado por el gobierno argentino hacia el campo por “especular” guardando sus granos en los silobolsas. La Confederación de Asociaciones Rurales de la Tercera Zona (Cartez), que agrupa a productores de Córdoba, denunció que ya hubo más de 35 casos de rotura de silos y galpones en toda la provincia. Por otra parte, en el último caso, el dueño de la propiedad dijo haber encontrado una inscripción “Viva La Cámpora” en el lugar del siniestro. El ministro de Agricultura de Córdoba, Julián López, afirmó que llama la atención el grado de ensañamiento con el que actuaron los vándalos, y concluyó que el ataque era una muestra de cobardía y de odio contra el esfuerzo. Así las cosas, podríamos estar ante un hecho de terrorismo, y no de simple vandalismo.

No es el objetivo de este artículo afirmar si estos sucesos son actos vandálicos espontáneos de militantes jóvenes inadaptados confundidos por el mal ejemplo de sus superiores o hechos terroristas deliberados y planificados, sino más bien analizar la gravedad de ambas posibilidades, en especial de la última.

Lo primero que se debe decir es que, si se tratara de hechos aislados, la responsabilidad del gobierno, no sólo no desaparecería, sino que seguiría siendo grave. Porque la actual administración es responsable de crear e instalar desde el aparato estatal un clima de intolerancia y agresividad hacia sus “enemigos”, lo cual de por sí implica una forma de persecución y discriminación pública absolutamente inaceptable y antidemocrática.

Entre estos enemigos se encuentran los propietarios rurales, una clase social diversificada, productiva, independiente, y por tanto difícil de controlar y someter. Se trata del sector de la sociedad que, con las falencias propias de la cultura política argentina, supo enfrentarse y derrotar al gobierno de manera prematura en el año 2008, por un disparador económico pero llevando la discusión también al ámbito de lo político, en particular de la república y el federalismo.

Desde entonces, el kirchnerismo parece haber identificado en “el campo” un chivo expiatorio especialmente estratégico. Ha intentado por todos los medios debilitarlo, no sólo política, sino también económica y socialmente hablando. Ha buscado tejer redes clientelares con subsidios y discriminaciones, adueñarse de sus rentas y ganancias con una presión impositiva creciente, así como amedrentarlo a través de un discurso belicoso que no ha tenido el efecto esperado.

La ideología de raíz marxista que inspira y sirve de excusa a los integrantes del gobierno argentino demoniza dogmáticamente al empresariado y la propiedad privada, componentes fundamentales del sistema capitalista que se busca destruir. No importa cuánto se haya comprobado en la historia que las sociedades con capitalismos auténticos, implementados por medio de un Estado de Derecho sólido, logran brindarles a sus poblaciones mayor cantidad de bienestar, inclusión y oportunidades para progresar. Para el marxismo siempre la imperfección que quede en el mundo va a ser consecuencia del sistema capitalista, con lo cual el mismo deberá ser erradicado.

El campo es uno de los principales rostros de lo mejor y lo más auténtico del capitalismo muy limitado y defectuoso que tiene vigencia en la Argentina. Es una especie de oasis de capitalismo competitivo e innovador en medio de un desierto arrasado por la especulación, el acomodo, la obsecuencia y la corrupción política. De él emana una cultura del trabajo que va a contramano del proyecto marxista, orientado a crear una población absolutamente dependiente y esclava del Estado. En el campo argentino conviven cientos de miles de productores grandes, medianos y pequeños que han logrado una muy interesante conjunción de cooperación intra-inter-sectorial, integración de cadenas de valor y aplicación directa de la ciencia a la economía.

Sin dudas que la fertilidad de nuestra tierra ayuda, pero también hay tierras fértiles en otras partes del mundo que no han tenido el mismo desempeño, y peor sería que nos quedáramos solamente con esa fertilidad sin la ayuda y el complemento del ingenio y el esfuerzo humanos, como parece desear el gobierno argentino. Para que nuestro país se industrialice y desarrolle en serio hay que aplicar, con las variaciones necesarias, el modelo vigente en el campo a la industria y los servicios, no hundir al campo con los mismos males políticos que han sumergido y estancado a buena parte de nuestra economía a lo largo del último siglo.

Una demostración de lo que es el campo y de lo que es el Estado en la Argentina de hoy son precisamente los artefactos que más desesperadamente el gobierno desearía hacer desaparecer: los silobolsas. Este invento argentino generó ingresos por más de 10 mil millones de dólares en lo que va de su corta existencia según un informe el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (Inta). Cada año se exportan bolsas argentinas por más de 50 millones de dólares. “Aunque al comienzo de su adopción el mal uso de las bolsas produjo pérdidas en cantidad y calidad de granos, con los años y como resultado de la interacción del Inta con el sector privado, las nuevas maquinarias facilitaron y mejoraron cada vez más el proceso de ensilado”, puntualiza el estudio. La Argentina rápidamente penetró en diversos mercados del sector de la post-cosecha, y hoy llega a los cinco continentes con más de 20 empresas nacionales que venden de manera directa. Este invento es sin dudas bueno para la economía, pero también le da mayor margen de maniobra y libertad a los productores frente al gobierno. Ese es el problema.

Como se dijo, puede que estos repetidos sucesos sean obra de inadaptados y fanáticos demasiado apegados a los intereses del gobierno, que salen a destruir aquello que al gobierno le molesta sin ningún tipo de organización ni dirección central. En este caso, el gobierno sería responsable por servirse de las instituciones públicas para usar de chivo expiatorio, demonizar y maltratar ilegítimamente a un sector de la población. Pero hay fuertes indicios que parecerían indicar que podríamos estar ante un hecho de mayor gravedad: la práctica de un incipiente y germinal terrorismo de Estado de baja intensidad por parte de aquellos que se ufanan de luchar retroactivamente contra el terrorismo de Estado de la última dictadura militar cuando en paralelo reivindican el terrorismo de las organizaciones subversivas que, con inaceptables excesos y prácticas horrendas, fueron enfrentadas por el peronismo de derecha y los militares en los 70.

Si miramos un contexto más amplio, nos daremos cuenta de que no sería para nada disparatado que el gobierno argentino estuviera haciendo uso del servicio de fanáticos y criminales para implementar una estrategia de terror y desgaste contra el campo a través de la violencia física selectiva y disimulada como si se tratara de hechos vandálicos aislados. Después de todo, el gobierno ha estado reclutando políticamente criminales en las cárceles a través de “Vatayón Militante”, ha organizado y cooptado a los barrabravas brindándoles legitimación pública, se inspira en el régimen chavista que cuenta con el apoyo de “colectivos” armados y motorizados que se encargan de disparar contra manifestantes opositores en las calles, festeja todos los años el “Día del Militante Montonero” homenajeando a los “caídos en combate”, actuó sospechosa y cínicamente ante la muerte dudosa del fiscal Nisman que investigaba y denunciaba a la presidenta, y practica un populismo ideologizado que sólo considera como límites válidos a la ambición de poder factores meramente estratégicos, nunca morales.