Cristina Fernández ha decidido transitar un lodazal en su último año de poder. Utilizará la maquinaria de Inteligencia y el espionaje para intentar disciplinar a los jueces que empezaron a cercar su Gobierno con investigaciones –demoradas– y fallos vinculados a episodios de corrupción. Sería el blanqueo de una estrategia que, en verdad, posee antecedentes desde el 2007. Alcanzaría con recordar dos. Algún correo fotográfico privado que llegó a manos de Carlos Rívolo cuando revisaba el caso Ciccone y complicaba a Amado Boudou. Ocurrió en el 2012. El fiscal fue finalmente apartado. La persecución fiscal y de su vida personal que padeció Ricardo Lorenzetti a mediados del 2013. Eran tiempos en que se debatía la reforma judicial, que progresó a medias. El juez de la Corte Suprema y sus hijos fueron auditados por la AFIP a raíz de una orden de la Presidenta. La intimidación cesó cuando el máximo Tribunal hizo público el hecho. No hace mucho que Ricardo Echegaray le aclaró personalmente a Lorenzetti lo ocurrido. Y le pidió disculpas. El jefe de los recaudadores tendría la voluntad de trascender al cristinismo. Su mandato caduca recién en 2017. Por ese motivo, sus elogios a Sergio Massa, Daniel Scioli y Mauricio Macri.
Nadie podría suponer con seriedad que Cristina dispuso lanzarse a aquella aventura abrazada sólo a Oscar Parrilli. Designó al ex secretario de la Presidencia en la cima formal de la Secretaría de Inteligencia (SI) en reconocimiento a sus dos cualidades : lealtad y obsecuencia. El hombre con llegada a Comodoro Py es su segundo, Juan Martín Mena, ex jefe de gabinete del ministro de Justicia, Julio Alak. Los jueces lo quieren poco por su adscripción a la organización K, Justicia Legítima. También por haber sido promotor de la reforma judicial y del nuevo Código Procesal Penal. Pero Mena sería insustancial para las pretensiones de Cristina sin el apuntalamiento que podría brindarle César Milani.
El general significa una pieza clave de este sistema. Que reflejaría, en su auténtica dimensión, el desprejuicio del relato K y el retroceso pavoroso de la Presidenta. El kirchnerismo defiende a capa y espada al militar acusado por la desaparición en Tucumán de un conscripto (Roberto Ledo) en junio de 1976, apenas tres meses después del golpe. Aníbal Fernández, el nuevo secretario de la Presidencia, que como senador voto su ascenso, explicó que a las acusaciones le faltarían fundamentos. Y recalcó, a modo de exculpación, la juventud que por aquellas épocas tenía Milani. La misma juventud que la de Ernesto Barreiro, el ex represor del centro clandestino de detención La Perla, imputado en 518 delitos (63 homicidios calificados) y sometido a juicio oral. Barreiro colmó de elogios la semana pasada a Milani.
Habría otras huellas de sus conexiones con el pasado negro, que aquella desaparición del conscripto enmascararía. El jefe del Ejército está encargado de la inteligencia interna desde que a mediados del 2013 Cristina terminó de romper con la ex SIDE. Ese divorcio, como casi todos, se expresó también en dinero: el presupuesto de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DIE) trepó por encima del de la SI y el de las fuerzas de seguridad. Hace falta mucha plata para sostener el sistema de espionaje propio y las usinas que lo alimentarían. Una de esas usinas estaría siendo dirigida por Jorge Miná. Se trata de un general retirado, ex titular de inteligencia del Ejército durante el mandato de Martín Balza.
Así formulado, el currículum diría poco y nada. Miná resultó procesado –junto a otros quince civiles y militares– a finales de los 90 por la Justicia Federal de Córdoba por haber formado parte de una red de espías contra funcionarios judiciales, políticos, empresarios y periodistas. La información recabada no llegaba, al parecer, sólo al Ejército. También a militares retirados y de notoriedad funesta durante la dictadura. Entre ellos, Luciano Benjamín Menéndez.
Nadie sabe si a Milani le interesará el control absoluto de la estructura de la SI que encabeza Parrilli. Ni si podrá tenerlo. Es cierto que allí dispone de un agente incondicional, Fernando Pocino. Pero el resto constituye algo indescifrable. Más de dos mil espías con identidades falsas casi fuera de órbita. También con patrimonios imposibles de ser determinados. Alguna vez Héctor Icazuriaga, el jefe despedido ahora por Cristina, pretendió desentrañar una madeja de topos y dinero descubierta en la Triple Frontera. Se rindió.
El general Milani tiene otro problema con la Justicia. No refiere a su papel durante la dictadura sino a su crecimiento patrimonial. Es un hombre que, al parecer, nunca se fijó en gastos aunque sus ingresos hayan provenido sólo de su desempeño como militar. En Córdoba, incluso, habría financiado un Ateneo Peronista regenteado por un sobrino suyo. Funciona en Cosquín. Allí fue removido en septiembre el intendente, Marcelo Villanueva, acusado de peculado. Hay quienes aseguran en aquella localidad que ese kirchnerista acérrimo se habría encumbrado con la ayuda de Milani.
Ese podría ser, sin embargo, un aspecto insignificante comparado con las declaraciones juradas que posee Daniel Rafecas en la causa por enriquecimiento ilícito. Los ingresos declarados por el militar serían incompatibles con sus bienes. Algo similar a lo que le ocurre a Ariel Lijo con el vicepresidente Boudou. Pero aquel juez dispondría de menor margen de maniobra porque el kirchnerismo lo tiene amenazado con el juicio político en el Consejo de la Magistratura. Rafecas navega en un dilema difícil: evitar a Milani para no provocarle otro golpe a Cristina o quedar aislado en el universo judicial, donde observan que el Gobierno está dispuesto a librar una batalla final.
Rafecas pertenece a la camada de jueces nombrados durante la década kirchnerista. Otros en parecida situación se sentirían, tal vez, menos atados por ese supuesto condicionante. Lijo procesó a Boudou por Ciccone. En escala menor, Julián Ercolini avanza contra la ex pareja del vicepresidente, Agustina Kampfer.
Ninguno de los dos, aunque suene raro, representa ahora la principal preocupación de Cristina. No hay remedio para Boudou, convertido en cadáver político. Pero ella lo sostiene a la rastra. La cuestión radicaría en la forma que se habrían irradiado en el Poder Judicial las acciones por corrupción contra el Gobierno. Claudio Bonadio hace punta con la investigación en una empresa propiedad de la familia presidencial. Podría echar luz sobre las presunciones por lavado de dinero que tienen apremiado a Lázaro Báez. También con la citación a Carlos Gonella, el fiscal K dilecto de la procuradora Alejandra Gils Carbó. María Servini de Cubría avanza con el dinero de Fútbol para Todos, el tráfico de efedrina y ciertos manejos en la ANSeS. Marcelo Martínez de Giorgi dictó el procesamiento al propio Gonella y la citación –ahora postergada– al ministro Alak. Juan Manuel Abal Medina llegó contento desde Montevideo (era embajador ante el Mercosur) para reemplazar en el Senado a Aníbal Fernández. Pero la alegría le duró poco: la Sala II de la Cámara Federal revocó su sobreimiento en una causa también por el dinero del fútbol.
Cristina pretendería frenar esa insurrección con los carpetazos de Milani y el poder y las trincheras que van edificando las leyes aprobadas por las mayorías kirchneristas en el Congreso. Logró, por caso, adelantar para agosto del año que viene la vigencia del Código Procesal Penal que dará mayor facultades a los fiscales en detrimento de los jueces. Obtuvo media sanción para la elección de legisladores al Parlasur, que proveerá de fueros. Pretende convertirla en ley dos días antes de fin de año. Hizo aprobar con un procedimiento irregular la Comisión Bicameral Investigadora sobre las 4.040 descubiertas por la AFIP en Suiza, supuestamente sin declarar.
Esa decisión podría levantar polvareda. Sobre todo, si fuera posible para el Gobierno ventilar ilícitos ajenos que ayuden a disimular los propios. Aquella Bicameral tendrá 90 días para expedirse a partir de su integración. Es probable que el kirchnerismo aproveche el verano para menear el tema. La Presidenta machacó en su mandato con la indecencia de mantener vigente leyes de la dictadura. No lo sabrá o no se habrá fijado: el acuerdo de información recíproca con Francia (que blanqueó aquellas cuentas suizas) lleva las firmas de Jorge Videla, José Alfredo Martínez de Hoz y Albano Harguindeguy. El trato menciona, de modo específico, la confidencialidad del intercambio, sólo disponible para las autoridades económicas y tributarias de cada nación. Echegaray y el Gobierno se encargaron de montar un show. Los primeros juicios han comenzado a aterrizar en la AFIP.
Las cosas transcurren en el país con ese vértigo y esa desmesura. La oposición sólo atina a bloquelarse cuando el límite vulnerado por los K resulta grosero. Como lo fue nombrar en Buenos Aires un juez electoral que no es juez. El resto del tiempo lo dedican a sus propias desventuras.
La Presidenta queda entonces mucho tiempo, en soledad, en medio de la escena. No se priva de nada, con sus gestos y palabras. Las palabras brotan a borbotones y prescinden la mayoría de las veces de cierto rigor histórico. Dijo sin pudor ni inhibiciones que el anunciado deshielo entre EE.UU. y Cuba significaría que “los yanquis le dieron la razón a Fidel Castro”.
Nadie deberá sorprenderse si aquella falta de pudor, quizás, impulsa alguna vez a Cristina a calzarse el célebre tapado de María Julia Alsogaray.