La venía dominando merced a su mayoría parlamentaria para imponer polémicas leyes, como la de unificación de los Códigos Civil y Comercial, la de hidrocarburos y la de telecomunicaciones, y gracias a la confusión de buena parte de la oposición política. Pero la aparición de un juez que pateó el tablero hizo que, como en los momentos en que el "Boudougate" copó la escena, la presidenta de la Nación quedara jaqueada por un nuevo escándalo de corrupción que, esta vez, la involucra directamente.
La cuestión dista de ser nueva, aunque haya sido reflotada tras el descubrimiento de inconsistencias e irregularidades formales en la empresa de la familia presidencial Hotesur SA. El tema no es otro que el enriquecimiento de la jefa del Estado y su familia, y la posible existencia de una matriz de corrupción pública cuyo eje pasaría por el sospechoso alquiler de habitaciones de hoteles de los Kirchner a empresarios beneficiados por concesiones de obra pública.
Dos factores le dan a este episodio una dimensión más dramática.
El primero es que, en el mundo, la actividad hotelera es una de las más elegidas por los lavadores de dinero proveniente de actividades ilícitas.
El segundo es que la fortuna de Cristina Kirchner, que pasó en diez años de siete millones de pesos a más de 70 millones, según el valor meramente fiscal de sus propiedades declaradas, resulta muy difícil de justificar.
Dos años atrás, en el ámbito de la prestigiosa Universidad de Harvard, la Presidenta intentó explicar el origen de su fortuna por el fruto de haber sido una "exitosa abogada". Una fina lectura de los números de las declaraciones patrimoniales del matrimonio Kirchner da cuenta de que el abultado incremento de su riqueza no se relaciona con aquella razón esgrimida por la primera mandataria. Tampoco, siquiera, con las propiedades que su esposo supo cosechar en tiempos del último régimen militar merced a la circular 1050.
El aumento del patrimonio de los Kirchner se vincula, fundamentalmente, con pingües negocios para unos pocos, como la compra de terrenos fiscales en Santa Cruz a precios viles; con ingresos más que sospechosos por alquileres de sus hoteles y por contrataciones de servicios hoteleros que nunca se brindaron por parte de empresarios cercanos al poder, y por tasas de interés astronómicas por depósitos en dólares a plazo fijo.
Esto explica apenas el crecimiento del valor de los bienes declarados por la familia Kirchner. Pero nada dice sobre el real valor de mercado de propiedades y terrenos de la Presidenta, expresados en su valor fiscal en las declaraciones juradas patrimoniales.
Dirigentes de la oposición, como el radical Álvaro Lamadrid, han estimado que el verdadero valor de los terrenos fiscales adquiridos por los Kirchner a irrisorios precios de 1,19 a 7,50 pesos por metro cuadrado ascendería a unos 300 millones de dólares.
La decisión del juez Claudio Bonadio de exigir a la AFIP la entrega de las declaraciones de bienes de la Presidenta, de sus hijos y de Lázaro Báez pone de manifiesto hacia dónde apunta su investigación. Da cuenta también de la probabilidad de que algún día Cristina Kirchner tenga que sentarse frente a un magistrado para explicar el crecimiento de su fortuna. Y lo que agrava su situación es que no sólo es investigada por jueces argentinos, sino que también podría quedar en la mira de jueces de los Estados Unidos.
El 1° de octubre último, la Presidenta fue muy enfática: "Si me pasa algo, no miren hacia Oriente; miren hacia el Norte". No se refería a un atentado contra su vida, sino a las investigaciones de supuestos negocios espurios que la vincularían con sociedades de Lázaro Báez, motorizadas en la justicia norteamericana por abogados de los fondos buitre.
Su reacción fue parecida frente a las investigaciones iniciadas por Bonadio. En su contraataque, el oficialismo y la propia Presidente intentaron manchar al magistrado y victimizarse. Fue un mensaje amenazante hacia jueces y hacia dirigentes opositores: la Casa Rosada los controla y sabe qué negocios tiene cada uno de ellos. También, una estrategia desesperada para sugerir que la corrupción anida en todos lados y eludir el hecho de que un jefe de Estado tiene el deber moral de dar el ejemplo.