¿Y qué es la dignidad? La virtud que queda una vez que se han probado todas las demás. Pepe Eliaschev la tuvo. Por eso al recordarlo en el día de su muerte, necesitamos hablar de la dignidad del periodismo.
La dignidad se pone en juego cada vez que el periodista se queda a solas frente a su micrófono, su cámara de televisión o su máquina de escribir. Cuando nadie lo mira ni lo juzga, salvo su conciencia. Es entonces cuando el reclamo de dignidad lo invade y no deja lugar, ya, a ninguna otra consideración subalterna. Sólo quien haya experimentado este tipo de soledad y hasta de desamparo, sólo quien la haya sentido día tras día en el curso de su jornada de trabajo, puede llegar a ser un auténtico periodista.
Muchos experimentaron la cercanía de Pepe en su condición de colegas. Otros tuvimos apenas la ocasión de escucharlo a la distancia, por ejemplo, en "Esto que pasa". A través de ella, fluía el inconfundible mensaje de Pepe. Inconfundible y no negociable. Y el verdadero periodista no es negociable porque lo que no puede negociar es, justamente, la dignidad de su "ser", de su identidad personal.
De alguna manera el periodista auténtico sólo habla consigo mismo. Por eso no se puede tergiversar. Aunque hable para multitudes, en el fondo es libre y está solo. Habla desde y para su conciencia. Para nadie más. Este rasgo bloquea automáticamente todo intento de malversación, toda vía de escape. En el caso de los periodistas auténticos, la transparencia es simplemente la condición irrenunciable de ser, simplemente, quienes son, sin que puedan mutar hacia otras versiones.
Y es por eso que las relaciones entre el poder y el periodismo conllevan ingredientes de conflicto. El Estado aspira a dominar. El periodismo aspira a decir. Si no dice lo que necesita decir, deja de ser. No existe en este terreno una zona neutra donde ambas visiones resulten finalmente compatibles. A la falta de libertad sólo sigue el silencio. Podríamos definir entonces al periodista auténtico como aquel que no podría ser inauténtico sin dejar de ser. Es decir, como aquel a quien no le queda otro remedio que ser el que es. Como aquel a quien no le queda ninguna otra vía de escape que, simplemente, la fidelidad hacia sí mismo. En algún momento de su carrera, en los oídos del auténtico periodista resuena la exhortación sanmartiniana "Serás lo que debas ser o si no no serás nada". Para un periodista auténtico, tampoco hay términos medios porque no le han dejado espacio para negociar en dirección de la mediocridad. O todo o nada. La existencia de estos seres constitutivamente insobornables es, por otra parte, la garantía de la libertad. Mientras haya periodistas auténticos, habrá libertad.
Se puede garantizar el ejercicio de la libertad de prensa mediante innumerables institutos y procedimientos. Ninguno igualará en ellos a la subsistencia pura y simple del periodismo por una razón que ya hemos invocado: que sólo la multiplicación de los periodistas auténticos garantizaría por ella misma la libertad de prensa.
A la hora de su muerte, pues, Pepe se ha convertido en un símbolo. Y este símbolo nos dice que, mientras haya muchos o incluso pocos como él, el futuro de la libertad estará garantizado. Y esto no porque Pepe o tantos como él hayan sido seres humanos superiores, sino porque su función es insustituible. El periodismo libre a veces incomoda. Pero, ¿qué haríamos sin él?
Hasta es posible, sobre todo, prescindir de todo elogio del periodismo libre sin dejar de reconocer por eso que lo necesitamos. La libre circulación de las informaciones y de las ideas, aun si fueran malas, sería necesaria. Hay muchas cosas en la vida que no nos gustan. Pero si prescindiéramos de ellas, descubriríamos que, sin embargo, las necesitábamos. Aun en sus peores versiones, ésta es la naturaleza del periodismo.
Lo necesitamos para las buenas y para las malas. Los ciudadanos no podríamos prescindir de él. Por eso es el merecido homenaje y reconocimiento a todos los que han honrado a nuestra profesión, para que otros, muchos otros, sigan su ejemplo.