Este sector tiene una identidad precisa: habita en las zonas céntricas o en los suburbios residenciales de las grandes ciudades, posee educación terciaria o universitaria, pertenece al nivel socioeconómico medio y alto, y muestra un grado de información e interés por la política mayor que el promedio. Su conducta electoral osciló, en los últimos años, entre la centroizquierda y la centroderecha. En general, sus integrantes no han votado al peronismo, pero algunos de ellos -más inclinados hacia la izquierda- optaron por Néstor Kirchner en 2003 y luego apoyaron su gestión. La renovación de la Corte Suprema, la política de derechos humanos y el restablecimiento de la autoridad presidencial los sedujeron al principio, poniéndolos detrás de un peronista de apariencia heterodoxa, que hablaba despectivamente del Partido Justicialista.

Este tercio del electorado manifiesta hoy pesimismo y desesperación ante la prepotencia final del kirchnerismo, sin vislumbrar todavía con claridad liderazgos alternativos para contraponer a una larga década de democracia radicalizada. Para ellos, estos años concluyen con un severo menoscabo de la Justicia independiente, cámaras legislativas devenidas en apéndices del Poder Ejecutivo y casos de corrupción comparables a los que signaron el final del menemismo. Es interesante observar que el perfil de este segmento coincide, una vez más, con el delineado por Juan Carlos Torre en su iluminador texto "Los huérfanos de la política de partidos", escrito hace más de diez años para analizar las consecuencias de la crisis de representación posterior a la debacle de principios de siglo. Estos huérfanos -y tal vez sus hijos-parecieran repetir una década después la pesadilla de Sísifo. La piedra vuelve a estar a sus pies a pesar del esfuerzo reiterado por volver a creer en la política al cabo de una sucesión de desengaños.

Un modo de expresar la desesperanza, que he escuchado de boca de esta gente, es preguntarse si no se estará muriendo, en forma lenta y desapercibida, la democracia argentina. Acaso muchos de ellos no sepan que ésa, precisamente, era la cuestión que se planteaba Guillermo ODonnell en la mitad de los años 90, ante la evidencia de que el menemismo estaba vulnerando el vector republicano del sistema. Con palabras que suscribirían por su actualidad los huérfanos de la política, decía entonces el politólogo, en un reportaje concedido a una publicación de la Universidad de Rosario: "Se ve un deterioro y un desgaste institucional en el que ciertos atropellos terminan creando situaciones de erosión muy peligrosas, inclusive en el campo de las libertades políticas. Hay un avance del estilo autoritario muy marcado; debajo de la farandulización de la política hay una creciente erosión y desgaste de lo republicano. Esto podría metaforizarse como el peligro de la muerte lenta de las democracias: pasado el susto de muerte rápida por un golpe, el peligro ahora reside en la muerte lenta". Y concluía: "Si no hay golpe de Estado, tal vez la tarea más demoníaca para hacer peligrar la democracia sea arrasar con el Poder Judicial".

Tal vez no se pueda entender la deriva incierta de la política y la sociedad argentinas sin considerar un factor al que ODonnell y otros otorgan crucial importancia: la recurrencia de crisis económicas y sociales devastadoras, que dan lugar a una demanda imperiosa y férrea de gobernabilidad. Después de perderlo casi todo y rozar la frontera de la disolución, la sociedad clama por el Leviatán hobbesiano, no por un liderazgo democrático moderado. Bajo esas condiciones, las políticas implementadas para restablecer el orden pueden atentar contra la democracia. Un tercio de los argentinos cree que el hiperpresidencialismo, la normalización de los estados de excepción, el manejo arbitrario del presupuesto, el abuso de las mayorías legislativas y la presión sobre los medios de comunicación y la Justicia independientes constituyen el veneno que está matando lentamente a la democracia.

Es difícil saber si cabe semejante pesimismo a un año de la elección presidencial. Ateniéndonos al argumento esgrimido aquí, una contingencia crucial será el modo en que concluya el actual ciclo político. Si tal como lo indica la mayoría de los pronósticos, fuera con tensiones pero sin una crisis terminal, la demanda del electorado podría inclinarse a la moderación, desechando la búsqueda de un salvador. El tipo de liderazgo de los principales candidatos presidenciales, al menos en apariencia, va en esa dirección. Esto quizás ayude a la democracia.

La falta de padres políticos, y a veces el resentimiento, puede, sin embargo, conducir a errores de apreciación. Por ejemplo, considerar que todo se arreglará cuando la Argentina deje de estar gobernada por el peronismo. Cabe aquí recordar dos cosas. Primero, que el peronismo es parte indivisible de nuestra cultura política y mantendrá vigencia aun sin gobernar, y segundo, que la orfandad se resuelve elaborando la pérdida, no buscando vanamente nuevas paternidades.