Y este acto, sean cuales fueren las razones que se invoquen, nunca podría ser aprobado moralmente por la Iglesia porque implica que el hombre pretende apropiarse de su derecho a la vida y a la muerte, las cuales se hallan enteramente, según la Iglesia, dentro de la jurisdicción divina.
Al condenar la eutanasia, la Iglesia interrumpió por su parte una antigua tradición romana, que distinguía entre las muertes que llamaríamos "normales" y las muertes "bellas", según el dicho poético de que una muerte bella "honra toda una vida". Dentro de este capítulo, se inscriben, por ejemplo, las "muertes militares" a las que aludía Jorge Luis Borges en recuerdo de sus antepasados caídos en combate.
El tema de la muerte voluntaria se volvió a plantear esta semana con el suicidio asistido de la joven estadounidense Brittany Maynard, quien se quitó la vida a los 29 años para evitar la larga perspectiva de un cáncer terminal. Brittany tomó su decisión rodeada de sus amigos y familiares, con la expresa aprobación de los que la querían. Humanamente, no podemos dejar de simpatizar con ella. ¿Qué habríamos decidido en su lugar? ¿Y qué lugar vino a ocupar quien estuvo a cargo de asistir a la suicida? ¿Fue, en resumidas cuentas, un amigo solidario o un cómplice ilegal?
Todas estas preguntas son aquellas a las cuales los filósofos suelen denominar "cuestiones fronterizas", que cabalgan en cierto sentido entre la vida y la muerte. Detrás de ellas, aletean otras cuestiones aún más profundas como, por ejemplo, cuál es el sentido de nuestras vidas o a qué vinimos a este mundo.
Las "cuestiones fronterizas" son contradictorias porque, por un lado, no se pueden contestar y, por otro, se deben contestar. La pregunta sobre qué contenido debo darle a mi vida no tiene una respuesta obligatoria (puedo ser indistintamente abogado o deportista). Sin embargo, ¿a qué distancia se halla este dilema en cierto sentido menor del famoso apotegma sanmartiniano "Serás lo que debas ser o sino no serás nada"? ¿La vida es solamente una carrera o, más allá, una vocación? ¿Escogemos un camino al cual nos sentimos llamados o esta opción pertenece al ámbito exclusivo de nuestra libertad?
Por otra parte, ¿cuán libres somos? Ortega y Gasset dijo de sí mismo: "Yo soy yo y mi circunstancia". Supongamos que nuestra circunstancia fuera una guerra. ¿A qué circunstancia quedaría reducida en tal caso nuestra libertad? Hubo generaciones heroicas a las que les tocó participar de grandes gestas y generaciones en cuyo transcurso, al parecer, no pasó nada. ¿Podríamos, en verdad, optar entre ellas?
La Iglesia tiene, en tal sentido, un cuadro de opciones terminales que estallarían entre el nacimiento y la muerte de cada uno de nosotros. Nadie escoge, por ejemplo, las circunstancias del comienzo. Nadie determina de antemano los rigores del final. Pero la vida posee, pese a ello, un argumento. Al arribar a nuestras vidas en su transcurso y en su despliegue, ¿cuál camino escogeremos? O, mejor, ¿cuál camino ya hemos escogido o hemos empezado a escoger, llevados por una suerte de apuro existencial?
Por otra parte, ¿qué lugar ocupa, frente al abanico de nuestras opciones, la circunstancia que llamaríamos "nacional"? Una nación como la Argentina, ¿está más cerca del principio o al borde del final? ¿Qué nuevos desafíos la esperan? La pensamos, por lo pronto, como una nación joven, llena de energía, o como una nación displicente, casi indiferente, ante su porvenir colectivo?
Se impone, en todo caso, esta pregunta intermedia: ¿en qué medida están ligados, entre nosotros, nuestros destinos individuales y el destino nacional? ¿Formamos parte de una sola gesta y nos envuelve, finalmente, un destino abarcador que a todos compromete o somos como una bandada de pájaros asustados y dispersos? ¿Nos sentimos comprometidos, además, por las otras trayectorias que se cruzan por el camino?
La decisión de no seguir de Brittany Maynard se precipitó al terminar su dramática existencia. Su historia llegó a nosotros, así, en su momento culminante. En cada uno de los instantes que la acompañaron, empero, hubo una clave final, cargada de augurios, porque la vida es en suma una serie de pasos que a veces consideramos finales, pero que a veces no lo son. La desembocadura de estas reflexiones debiera apuntar en dirección de una certeza. La Argentina es un país que tiene destino, pero lo desconoce. Su motor es la esperanza de tenerlo. Esta esperanza, con el tiempo y con los logros, se transformará en una convicción. Como aún somos una nación adolescente, todavía dudamos, pero llegará el día de la convicción. Hacia ella, finalmente, vamos.