Siguiendo la célebre pregunta de Vargas Llosa sobre el Perú, creen que la
Argentina se "perjudicó" en 1945. La respuesta es tan cómoda como
autoexculpatoria: la culpa es de "ellos". Pero el peronismo tiene ya 60 años de
existencia y parece imprescindible invertir la pregunta. ¿Qué ven en él los
argentinos, para renovarle una y otra vez su confianza? Mi respuesta, parcial y
especulativa, se apoya en una idea de Carlos Nino: un país al margen de la ley
se expresa a través de un movimiento político como el peronismo. Me pregunto
cómo ocurrió eso y qué se puede hacer, no para modificar al peronismo, sino para
poner a la Argentina dentro de la ley.
El peronismo es esencialmente un movimiento político popular, concentrado en la conquista y conservación del poder. Su carácter popular se ha adecuado a todos los cambios sociales; hubo un peronismo de los obreros, luego otro de los militantes y actualmente uno de los pobres. Su imaginario se apoya en la idea del pueblo unido detrás de su jefe, paternal y benevolente, que los hará partícipes de la bonanza económica y dosificará las consecuentes medicinas amargas. A eso llaman democracia "real", que distinguen de la "sólo formal".
Otros sectores, indispensables para construir su mayoría electoral, agregan un segundo motivo: los peronistas son los únicos que garantizan gobiernos estables. Los gobiernos peronistas han sabido equilibrar las demandas de los distintos grupos de interés, ya sean sindicatos, empresarios nacionales o empresarios prebendarios. Todos integran la "comunidad organizada" y para cada uno tienen una solución singular, una franquicia o un privilegio. No asignan mucho valor a la igualdad ante la ley. Mucha de su capacidad para construir gobernabilidad se basa en esa flexibilidad en la aplicación de la norma.
Conquistar y conservar el poder requiere una artesanía política compleja y operadores muy calificados. Allí es donde el peronismo saca ventaja. ¿Por qué las personas con aptitudes políticas se hacen peronistas? Hace tiempo quizá primaron la tradición, las ideas o los sentimientos. Desde 1983 la política es una profesión y quienes eligen al peronismo han hecho un cálculo racional. Quienes quieren sobre todo hacer carrera y prosperar encuentran allí un ambiente de amplitud y tolerancia ética, donde es aceptable tratar de "hacer una diferencia" personal, incluso en los márgenes de la ley. Aunque esto es común en la política, en otros partidos se lo hace de manera discreta y sin ostentación, mientras que en el peronismo la fortuna acumulada suele considerarse la prueba de la eficacia y el talento. No es raro que muchos políticos prometedores elijan la alternativa más cómoda, más redituable y, finalmente, más apreciada.
El peronismo tiene una concepción amplia y flexible de las normas, muy adecuada para un país que en general no le asigna a la ley mucha importancia, ni en los principios ni en la práctica cotidiana. Sabemos que vivir de acuerdo con la ley no es algo espontáneo, sino un refinado producto de la civilización, que implica un sacrificio, a veces significativo, de los beneficios inmediatos, para obtener los beneficios mediatos de una convivencia ordenada y previsible. ¿Por qué en la Argentina no se ha llegado hoy al mismo punto? Descartemos las respuestas fáciles, siempre referidas a "ellos", como la idiosincrasia del argentino, su raza, su origen inmigratorio o sus raíces criollas.
El examen de nuestra historia política e institucional puede darnos una
clave. La Argentina se democratizó aceleradamente desde principios del siglo XX,
en momentos de una profunda renovación social. Su tradición liberal y
republicana, asentada apenas en 1853, sufrió desde fines del siglo XIX los
embates del nacionalismo, el catolicismo integral y el militarismo,
declaradamente antiliberales. Este complejo sustrato se consolidó con los
movimientos democráticos, nacionales y populares. De Yrigoyen a Perón, y como
era moda en la época, fueron reacios al pluralismo y a la institucionalidad
republicana, cuyo deterioro abrió paso a las dictaduras militares. Entre todos,
profundizaron el divorcio entre una práctica autoritaria y un sistema de normas
escritas pero ignoradas. La democracia republicana de 1983 hoy se nos aparece
como una tregua, un recreo, al cabo del cual los gobiernos retomaron con brío
renovado la antigua senda. Pocos son los gobernantes de la actual democracia
cuyo ejemplo impulse a la valoración de la ley.
El peronismo tiene una concepción amplia y flexible de las
normas, muy adecuada para un país que en general no le asigna a la ley mucha
importancia, ni en los principios ni en la práctica cotidiana
La historia de nuestro Estado agrega otra dimensión a este proceso de descrédito de las nociones de Estado de Derecho y de igualdad ante la ley. En sus tiempos de prosperidad, además de desarrollar políticas fundamentales como la educativa, el Estado utilizó sus recursos para balancear los desequilibrios sociales y también para favorecer con generosos privilegios a distintos grupos amigos, desde los azucareros tucumanos de 1870 hasta los sindicalistas de las obras sociales de 1970. Desde mediados de la década de 1970, el déficit presupuestario y la creciente colusión de intereses que anidaban en el Estado impulsaron su reforma.
Fue una reforma fallida, que según el viejo dicho arrastró algo de agua sucia, pero también muchos bebes. El Estado desertó de sus funciones esenciales -la educación o la seguridad- y renunció a una gestión eficiente y al control de la sociedad y de los gobernantes. El deterioro estatal arrasó con el funcionariado capaz y con su ética, y finalmente con la idea misma de que en la práctica gubernamental las normas tienen algún valor. Eso se ve hoy en lo alto del poder, donde se instrumenta la corrupción, y en la base, donde se mezclan y confunden los delincuentes y quienes deben reprimirlos. Pero, además, todo el llamado capitalismo prebendario o "de amigos" se ha fundado en esta idea de que la norma no es igual para todos y que "todo puede arreglarse", salvo la ley de la gravedad.
Suponer que este derrumbe de la noción de gobierno de la ley es
responsabilidad de los peronistas es un simplismo. En todo caso, la comparten
con los militares -la dictadura arrasó con la noción de Estado de Derecho- y con
muchos autotitulados democráticos y liberales que no escaparon a la regla. La
hipótesis inversa es mucho más productiva. Una sociedad acostumbrada a vivir al
margen de la ley, a ignorar las normas incómodas y a buscar la excepción
personal prefiere una fuerza política cuyos principios no excluyan semejantes
prácticas. La vota y también la nutre de jóvenes políticos a quienes la vida ha
educado en esa práctica. Si hipotéticamente alguien acabara con el peronismo,
con seguridad su lugar sería ocupado por una fuerza política similar.
Si hipotéticamente alguien acabara con el peronismo, con
seguridad su lugar sería ocupado por una fuerza política similar
Hay una minoría activa que querría cambiar esto. Hay otros que, con menos convicciones, hoy experimentan en carne propia los perjuicios de la falta de institucionalidad, la inseguridad jurídica, la corrosión de las instituciones estatales. Cambiar esto es un largo camino que va mucho más allá de una elección. Quienes sean elegidos recibirán un Estado estropeado y con muchos mecanismos ya montados para ejercer el poder discrecional. Los intereses organizados lucharán por el statu quo, desde los sindicalistas hasta los manteros de Once.
Quienes gobiernen deben tener una convicción muy firme sobre la necesidad de restablecer el gobierno de la ley, y deben dar el ejemplo: un buen magisterio presidencial ayuda mucho, lo mismo que una práctica de gobierno más saneada y transparente. Pero es ilusorio apostar todo a la reforma moral. El respeto a la ley se construye con el control y la sanción, igual para todos. Esto depende de la presencia del Estado, en lo grande y en lo chico, esgrimiendo la ley, hasta que el control cotidiano deje de ser necesario, porque se ha establecido control social y la costumbre. A la vez, el Estado puede hacerlo todo. Las asociaciones civiles -las voluntarias y las de intereses- deben tener la voz y la constancia suficientes como para vigilar, denunciar, exigir y modificar conductas, del Estado y de la gente. Si todo esto ocurriera, seguramente seguirá existiendo un peronismo popular, pero mucho menos transgresor de la ley.
El autor es miembro de la Universidad de San Andrés y del Club Político Argentino