Sería de esperar que el desarrollo económico y social fuese la principal condición de la gobernabilidad de un país. Más y mejores empleos aseguran el sostenimiento de las personas y afirman un sentido de pertenencia e identidad compatible con la idea de ciudadanía. Así visto, habría una coincidencia entre el interés de los ciudadanos por más y mejores empleos con el interés de los políticos por una mejor gobernabilidad.
En nuestro país esa identidad no existe: la condición de la gobernabilidad no es el desarrollo económico y social, y mucho menos la creación de más y mejores puestos de trabajo. El interés de los políticos en funciones ejecutivas está en conflicto con el interés de la sociedad.
Esa disparidad entre la gobernabilidad y el interés de los argentinos se debe a la naturaleza del vínculo entre el gobierno nacional y las provincias.
Cualquier político que se precie tiene como primer obsesión el poder: alcanzar una posición de poder y sostenerse en ella. Sus enemigos son aquellos que lo desafían. Por eso desde el origen del Estado argentino se vive una eterna confrontación entre el Poder Ejecutivo Nacional y las autonomías de las provincias y de sus gobernadores. Cualquier presidente sabe que un gobernador podría disponer de recursos económicos y simbólicos como para enfrentar al gobierno nacional. Varios gobernadores conformando una "liga" pueden condicionar a ese presidente y a su "imaginario" de poder absoluto.
La estrategia presidencial es, entonces, la fidelización de los gobernadores usando los recursos nacionales. Allí está su principal condición de gobernabilidad. Desde la recuperación de la democracia, nadie llevó esa lógica a los extremos del matrimonio Kirchner.
Cuanto mayor sea la disponibilidad de recursos discrecionales y libres de control en manos del presidente, mayor será su capacidad de fidelización política y de sostener "su" gobernabilidad nacional. Cuanto mayores sean las dificultades de las administraciones locales, mayor será la fidelidad al gobierno nacional, porque la forma que tendrán los gobernadores para garantizar la gobernabilidad de sus provincias dependerá del tiempo y el esfuerzo puestos en el lobby para la captación de recursos en la Capital. A su vez, en la medida en que parte del dinero del gobierno federal se derive per saltum a los principales municipios, el poder central tendrá otro vector para condicionar a los gobernadores: fidelizar intendentes.
Lo interesante es que las políticas de desarrollo económico y de creación de empleo tienen dos condiciones: en primer lugar, una adecuada gestión de la macroeconomía -lo que está en manos de las autoridades nacionales- y, en segundo lugar, instituciones y políticas específicas de desarrollo local, que son responsabilidad de las provincias. Como la condición para la gobernabilidad en los ámbitos locales es la captación de recursos nacionales, las instituciones y políticas de desarrollo están fuera de las prioridades de los gobiernos subnacionales. Y sin el compromiso de la dirigencia política provincial no existe posibilidad de desarrollo local. La sociedad no tiene en sus gobernadores a socios preocupados por el empleo privado sustentable.
Las instituciones y políticas para el desarrollo provincial requieren recursos, planeamiento y persistencia, porque maduran con el tiempo. Van desde la educación y el crecimiento del capital humano hasta la integración de la ciencia y la tecnología con las vocaciones emprendedoras y la captación de inversiones externas que aprovechen las capacidades de la población. Construir un "sistema regional competitivo" con altos salarios y equilibrio social es una tarea más difícil que gastar en empleo público y planes sociales el dinero conseguido recorriendo pasillos en la Capital. Es que si "desde arriba" la condición de la gobernabilidad provincial radica en la fidelidad al circunstancial presidente, "desde abajo" esa gobernabilidad se consigue con más empleo público y más disponibilidad de planes sociales. La lógica del clientelismo nacional se complementa con la lógica del clientelismo en el nivel local. Ésa es la principal causa del crecimiento del empleo público y de que las finanzas provinciales sean cada vez menos sustentables. Y, también, ésa es una de las causas del agravamiento de la irracional distribución geográfica de la población del país: aquellos jóvenes que no pueden conseguir empleo en sus provincias emigran al conurbano bonaerense con la vana pretensión de mejorar su estándar de vida.
Aun cuando las autoridades provinciales y municipales tengan una honesta vocación por el desarrollo, las urgencias sociales las condenan a la búsqueda de soluciones de emergencia, que terminan en empleo público y asistencialismo. Para complementar el cuadro, los gobiernos provinciales crean impuestos distorsivos que atentan contra las actividades productivas privadas y limitan adicionalmente toda posibilidad de crecimiento del empleo. Cuanto más pobre es la provincia, más propensa a exprimir, por esa vía, a las empresas y a los escasos puestos de trabajo privado. Este comportamiento se exacerba en las provincias más pobres. En los distritos con economías más ricas y diversificadas la lógica clientelar debe competir con alguna atención de los dilemas del empleo privado. Aunque -salvo honrosas excepciones- las políticas de desarrollo de las provincias tienen recursos limitados y carencias en la gestión.
La contradicción entre los intereses de la sociedad con los incentivos del sistema político -en particular en la última década- convierten al país en una fábrica de pobres. Esos pobres, "producidos" por nuestras propias reglas de "gobernabilidad", despliegan estrategias de supervivencia, pero esas estrategias no siempre son compatibles con la convivencia social: van desde la delincuencia hasta la mendicidad y el apriete, desde la droga hasta el corte de calles para defender subsidios públicos. De esa forma, aunque nuestro país sea "gobernable", es también crecientemente conflictivo.
Estamos frente a un nuevo ciclo de nuestra débil democracia, es hora de propuestas.
La solución del dilema es conceptualmente sencilla: consiste en modificar la actual combinación de coparticipación con reparto discrecional de fondos públicos. El nuevo régimen debería vincular los recursos que reciben las provincias con la "masa salarial privada formal no vinculada con compras públicas". A partir de una reforma de este tipo, la principal obsesión de los gobernadores pasaría a ser el desarrollo económico con inclusión social de cada provincia. El crecimiento del empleo privado -en cantidad y calidad- se convertiría en el principal objetivo de la política pública. Porque todo gobernador, con esos nuevos incentivos, sabría que para disponer de más recursos debería aumentar la cantidad y la calidad de los empleos privados. El empleo en el sector público, salvo el realmente necesario, se convertiría en una carga intolerable para cualquier administrador medianamente racional.
Obviamente, una reforma de este tipo debería tener coeficientes diferentes según la situación de cada provincia y debería prever los cambios en esos coeficientes según creciera el empleo de cada distrito. Eso permitiría el sostenimiento de los estados provinciales "actuales". Pero luego de este punto de inicio estaríamos poniendo en forma paralela la gobernabilidad democrática con los intereses de la sociedad: para tener más recursos, las provincias deberían aumentar el empleo privado sustentable.
El principal lobby provincial ante el Estado nacional dejaría de ser por recursos atados a la fidelidad política y pasaría a convertirse en demandas de equilibrio macroeconómico, previsibilidad en el marco normativo para la actividad empresaria, desarrollo de mercado de crédito y de capitales, y toda política nacional que colabore con la creación empleo y de empresas sustentables.
Si se confunde gobernabilidad con absolutismo, ciertamente el presidente perdería "gobernabilidad", porque senadores y diputados se verían tensionados entre la fidelidad al Poder Ejecutivo y los intereses del desarrollo de sus provincias. En esa tensión muchos evitarían votar leyes como el actual proyecto de ley de abastecimiento.
Ese mismo circunstancial presidente perdería inciertas fidelidades clientelares, pero podría exhibir, con estadísticas reales, una mejora de las condiciones de vida de la población, un federalismo efectivo, una ciudadanía más creativa y menos conflictiva, y una sociedad más democrática y abierta. Ciertamente tendría menos control, pero más gobernabilidad real.