Lo hizo a través de discursos grandilocuentes, falsas promesas, manejo desaprensivo de los fondos públicos, mistificación. En la Argentina actual nadie se sorprende de que la Presidenta explique su riqueza personal porque fue una "abogada exitosa" ni que, en una entrevista en Alemania, recuerde sus tiempos en que fue "perseguida" durante la última dictadura militar.

Cristina Kirchner es capaz de dar clase de lo que es el dolor a una madre que acaba de perder a su hijo en la tragedia de Once. Lejos de disculparse ante la muerte, la tragedia anunciada de Once fue la excusa para firmar millonarios convenios de forma directa con los chinos, sepultando la vieja promesa de Néstor Kirchner de reabrir los talleres ferroviarios en Tafí Viejo, Tucumán. Atrás había quedado la compra de 96 formaciones usadas a España y Portugal por 1600 millones de pesos. En 2013, Cristina destinó 1,5 millones de dólares para comprar vagones que no son aptos para funcionar bajo tierra. Del soterramiento no se habló más. Tampoco se hicieron nuevos anuncios para entubar el arroyo El Gato, en La Plata. A pesar de que la Presidenta explicó a sus antiguos vecinos de Tolosa que sabía lo que era "perder todo" en la época "en que El Gato no estaba entubado", el tiempo pasó y la situación de las 400 mil personas que viven sobre los 25 kilómetros de su cuenca no mejoró. Las inundaciones del 2 de abril de 2013 dejaron un saldo de muertos que jamás fue aclarado. El fantasma de la explosión de la destilería de YPF en Ensenada y su relación con la fuerza de la inundación tampoco fue investigada. Los 775 millones de pesos para entubar los arroyos que rodean a La Plata se perdieron en el camino. En cambio, el Gobierno destinó 847 millones en publicidad oficial de julio de 2011 a junio del año siguiente. En el país del "vale todo", la Presidenta es capaz de monopolizar el dolor para amortiguar las tragedias de las cuales el Gobierno fue responsable.

Más allá del relato y de la realidad, el último gran negocio que generó el kirchnerismo fue el de su propia impunidad. Ese estado en que un gobierno, sin posibilidad de continuar ni de perpetuarse en el poder, intenta pactar con sus virtuales sucesores mientras fortalece las condiciones necesarias para que nadie sea responsable de los desaguisados ocurridos durante "la década ganada". Por eso necesita de un César Milani y de jueces como Norberto Oyarbide, guardianes de mil y un secretos. Los mecanismos para gozar de impunidad durante diez años fueron la destrucción de los organismos de control, la cooptación de dirigentes sociales, organismos de control, artistas, músicos y actores ("los buenos" de la sociedad civil), el ataque al periodismo, la persecución al denunciante, la destrucción de la división de poderes, la complicidad judicial, la domesticación de parte de la oposición y del sindicalismo y la creación de poderosos contratistas del Estado.

Pero hoy el relato oficialista resulta risueño. Como si fuese una paradoja, los mismos que durante años se manifestaron en contra de la criminalización de la protesta social hoy tildan de "terroristas" a díscolos piqueteros y denuncian que los sindicatos opositores son financiados por los fondos buitres. El gobierno de los "derechos humanos" no se avergüenza y toca la puerta de los cuarteles para mantenerse en pie. Milani, el general de Cristina, es defendido a capa y espada mientras la mitad de su promoción pasa los últimos días de sus vidas en prisión por haber cometido delitos de lesa humanidad durante los años 70. El ex carapintada Sergio Berni es reivindicado por la juventud "maravillosa" de La Cámpora que encabeza el diputado Andrés Larroque.

El éxito final del relato será hacernos creer que ellos no tuvieron la culpa de la dura realidad argentina. Que el deplorable estado actual de la economía, de la educación y la salud pública, la falta de viviendas, los problemas de empleo, el aumento de la desigualdad, el narcotráfico y la inseguridad, son consecuencia del capitalismo internacional, los buitres, el periodismo golpista o de nosotros mismos.

Durante la dictadura militar, el argentino medio no se metió quizá por temor a saber qué estaba pasando realmente; luego aceptó que todo lo que era del Estado debía pasar a manos privadas sin importar los costos sociales, y más tarde se quitó de encima al dubitativo Fernando de la Rúa. Con Néstor Kirchner, gran parte de la clase media creyó que el "progresismo" no podía ser corrupto. Como si la corrupción y el engaño tuviesen ideología.

El tiempo y la sociedad dirán si la impunidad actual comenzará a desvanecerse cuando Cristina deje el poder. Por ahora, el kirchnerismo confía en que todo pase, como si nada reprochable hubiese ocurrido durante sus "años ganados".