En la mañana del 30 de julio pasado, horas antes de que el país entrara en default parcial, Cristina Kirchner decidió radicalizar su gestión y emprender el último tramo de su mandato como líder de una revolución que deberá suceder. Durante los dos días anteriores, su Gobierno había presionado sobre banqueros nacionales y privados para que la ayudaran a esquivar la cesación de pagos. Estuvieron cerca de lograrlo, pero la Presidenta giró poco antes de llegar a un acuerdo. La rotación presidencial continuó luego con un paquete de medidas que promete estatizar de hecho a todas las empresas privadas. Se profundizó más tarde cuando acusó de terrorista a una imprenta de capitales norteamericanos porque ésta quebró.
El aterrizaje suave que los funcionarios kirchneristas habían prometido después de la devaluación de enero se convirtió de pronto en una especie de chavismo tardío, casi agónico.
Nadie sabe qué sucedió esa mañana del miércoles 30 de julio. Jorge Capitanich, Carlos Zannini y Juan Carlos Fábrega habían convocado de urgencia a banqueros nacionales y extranjeros dos días antes. El dueño de un banco tuvo que regresar apresuradamente de Nueva York. Fábrega puso la cara en nombre del Gobierno. Los urgió a los bancos a juntar dinero privado para colocar una garantía en el juzgado de Thomas Griesa y para que reclamaran la suspensión de la sentencia hasta enero. Los bancos extranjeros tenían algunos reparos (sus dueños no están en el país), pero los bancos nacionales se comprometieron a reunir la primera remesa de dinero.
Todo estaba acordado con todos hasta que Axel Kicillof dinamitó el acuerdo en una conferencia de prensa en Nueva York.
La primera teoría señalaba que Kicillof fulminó algo en lo que no había participado. No es cierta. Cristina y Kicillof habían autorizado la gestión de Fábrega tanto como Capitanich y Zannini. El rencor contra Kicillof en el Gobierno, fácilmente perceptible ahora, es simétrico a la absoluta confianza de la Presidenta en él. El calificativo de "traidor" es frecuente entre funcionarios kirchneristas cuando se refieren al ministro de Economía. "Atrasa cuarenta años", dijo un funcionario ofuscado. La ruptura del acuerdo preliminar con los holdouts fue sólo el principio, aunque importante, de una hoja de ruta mucho más amplia en el camino del fundamentalismo político.
Es probable que la Argentina termine en el abismo de un default generalizado de su deuda pública. Faltan seis semanas para que los bonistas que entraron en los canjes, y que ahora no cobran por el embargo de Griesa, estén en condiciones de pedir el adelantamiento de los pagos previstos durante las próximas décadas. El país no estará en condiciones de enfrentar la magnitud de esos compromisos. Todos los tenedores de bonos, los que aceptaron y los que no aceptaron los canjes, se convertirían en acreedores impagos.
Si se llegara a una situación de default generalizado, sería improbable que el actual gobierno pueda reestructurar la deuda. El default será una herencia para el próximo gobierno, tal vez más difícil que la del default de 2001. La cesación de pagos actual sería producto sólo del capricho o la impericia y, además, se habría agotado la alternativa de ofrecer los tribunales de Nueva York como jurisdicción judicial. El país ya desobedeció a ese tribunal. La Argentina de Cristina Kirchner entró en un territorio desconocido, en el que el autoritarismo prevalece por sobre la racionalidad política y económica.
Nada cambiará sustancialmente en Nueva York. La Cámara de Apelaciones de esa ciudad convocó a una audiencia para el 18 de septiembre seguramente para corregir un claro error de Griesa. Aquel tribunal tratará el caso de los bonos bajo legislación argentina que el Citibank paga en dólares en el exterior, cuyos intereses el juez permitió pagar por "única vez". Griesa no tiene jurisdicción sobre los bonos que aceptaron la legislación argentina. Por lo demás, esa misma Cámara ya ratificó la decisión de Griesa sobre los bonos con jurisdicción en Nueva York. Esto no se modificará.
Cristina Kirchner se convenció definitivamente, para peor, de que existe un complot norteamericano. Sucedió poco después de que el gobierno de Obama despachó en 24 horas su negativa a enfrentarse con la Argentina en los tribunales de La Haya. En esos tribunales se dirimen diferencias entre Estados, no entre un Estado y particulares, como son los holdouts. ¿Pudo la administración de Obama presentarse ante el juez Griesa y pedirle una reconsideración de la medida en nombre de futuras reestructuraciones de deudas? Pudo, quizá. Pero esos favores requieren de intensas y silenciosas gestiones diplomáticas. La Presidenta se lo reclamó desde una tribuna, mientras les hablaba a los "pibes para la liberación". Obama ni siquiera le contestó. El círculo de la conspiración se había completado para Cristina.
La furia con que reaccionó por la quiebra de la imprenta Donnelley, propiedad de norteamericanos, fue consecuencia de aquella otra rabia por la indiferencia de Washington. Acusó a la empresa de haber tenido en su momento, no ahora, una parte de su paquete accionario en manos de los fondos que pleitean contra la Argentina. Encerrados aquí en verdades pueblerinas, sobresale un gran desconocimiento del mundo globalizado. El 70 por ciento de la propiedad de las más grandes empresas del mundo está en manos de fondos de inversión o de fondos de pensión. Tirando de ese hilo podría encontrarse con algunos personajes de la burguesía kirchnerista con inversiones en fondos especulativos.
De todos modos, es poco creíble que una imprenta haga terrorismo porque no seguirá imprimiendo las revistas Gente y Pronto. Sucedió que la imprenta perdía plata. Le propuso a los sindicatos un plan de adecuación, que fue rechazado. Le llevó una propuesta laboral al Ministerio de Trabajo, que también fue rechazada. Al final, la empresa simplemente se cansó de la Argentina, tiró las llaves y se fue.
No es cierto que Kicillof se parezca a José Gelbard, aunque sus políticas son muy similares. Gelbard era un empresario que conocía, aun en medio de sus mediocridades, la ley de la oferta y la demanda. Kicillof y sus muchachos no tienen experiencia ni conocimiento práctico. Sólo saben de teoría y de asambleas universitarias. Pero no hay salida: la Presidenta está seducida intelectualmente por el ministro de Economía. El segundo hombre de su confianza actual es el secretario de Comercio, Augusto Costa, pero no tiene ni la sombra de la influencia de Kicillof. Los dos, Kicillof y Costa, redactaron un paquete de medidas que podría terminar estatizando directamente la economía privada.
Si es cierto que se inspiraron en una vieja ley de Hugo Chávez, entonces debe puntualizarse que la experiencia chavista terminó con 1019 empresas expropiadas y con cerca de 20.000 empresas quebradas. El desabastecimiento llegó a tal extremo que, ya en tiempo de Nicolás Maduro, el régimen lanzó la consigna "Papel higiénico o Patria", porque faltaba el papel que se usa en los baños. La versión caribeña de "Patria o buitres".
Si se sancionaran las tres leyes argentinas, el Estado podrá meterse en cada eslabón de la cadena de valor de las empresas, fijar los márgenes de ganancias, incautarse de productos sin orden judicial y venderlos luego o decidir qué producirá cada empresa y qué no. El enorme poder de policía quedará en manos de la Secretaría de Comercio y de los gobernadores provinciales. La Justicia sólo podrá actuar luego de que se hayan consumado los hechos. Esas facultades "extraordinarias" al secretario de Comercio son claramente inconstitucionales.
Costa, el secretario de Comercio, les dijo a empresarios que el sentido de las leyes es otro y que nunca serán usadas esas facultades. ¿Para qué cargan, entonces, un arma que no usarán? Como pocas veces en los años kirchneristas, el empresariado (industriales, ruralistas, bancos) se unió en repudio de un proyecto oficial. ¿Detendrá eso al cristinismo? La última palabra estará en boca de los gobernadores peronistas con influencia en los legisladores nacionales.
La ley de abastecimiento que recuperó el kirchnerismo es de 1974, de los tiempos de Gelbard. No había caído el Muro de Berlín, y la Argentina y el mundo eran muy distintos. Las reacciones de la economía son ahora mucho más rápidas. El Gobierno podría verse obligado a una nueva devaluación antes de fin de año. La valuación del dólar conlleva siempre nuevos saltos de la inflación. ¿Hasta dónde será socialmente tolerable la inflación, que ya está rozando el 40 por ciento anual? El problema laboral no es sólo de una empresa norteamericana. Miles de industrias y comercios tienen graves problemas y se ven obligados a suspender o despedir trabajadores. La inversión, además, demorará en llegar después del radical giro cristinista.
Una manifestación de estudiantes universitarios protestó el viernes en pleno centro de Buenos Aires contra las empresas extranjeras. Parecía una foto antigua, color sepia. Pero, ¿qué clase de madurez se les puede pedir a los estudiantes cuando es la Presidenta la que levanta la última bandera de una revolución inverosímil?