"¿Todos están ubicaditos? Miren que tenemos que hacer rápido porque, si no, viene la próxima formación y nos lleva puestos." Se apretujaban, siempre listos para la foto, entre otros, el ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo, y el intendente de Morón, Lucas Ghi. No creo que Cristina Fernández haya elegido esas palabras para arrojar sal en la herida de los familiares de las víctimas de la masacre de Once. Sí me parece que, después, debió pedir disculpas. Alguien debió decirle que estaban a punto de cumplirse dos años del inicio del juicio por la tragedia. Cualquiera puede meter la pata. Incluso los presidentes. Pero es de buen gobernante y de buena gente reconocer el daño que puede hacer una palabra. No parece tan complicado. Empatía es la definición psicológica de ese comportamiento humano.
Ya había mostrado algunos síntomas de esa falta de empatía cuando rompió el silencio por primera vez después del desastre y comparó la angustia de haber perdido a su marido con el dolor de los familiares, quienes se iban enterando por radio, televisión, médicos o conocidos de que sus hijos, hijas, padres, madres, parejas, hermanos o hermanas estaban gravemente heridos o muertos. Sucedió en Rosario, en un acto público, el mismo día en que una cámara tomó un primer plano de la jefa del Estado diciendo: "Vamos por todo". Y fue María Luján, la madre de Lucas Menghini Rey, cuyo cadáver fue encontrado 24 horas después del accidente, la que tuvo que aclarar lo obvio: que una cosa es morir de un infarto, aunque esa persona haya sido presidente, y otra es perder a un ser querido en un hecho tan impensado e inesperado. Esa misma carencia de empatía en la Presidenta se pudo detectar todavía antes, cuando mandó a decir a su ex secretario de Transporte Juan Pablo Schiavi, horas después del desastre, que la enorme cantidad de muertos tenía dos explicaciones: la costumbre de la gente de subirse al primer vagón para perder menos tiempo y salir antes, y el hecho de que se tratara de un día laboral y no un feriado.
Sin embargo, el lunes pasado, no sólo el "nos lleva puestos" tuvo el impacto de una broma de mal gusto. También la frase "algunos viajan en los estribos porque les gusta tomar aire". Lo dijo para resaltar que las puertas de las nuevas formaciones ya no podrán permanecer abiertas con el tren en movimiento. Pero decir eso es también ignorar que durante los últimos veinte años miles de pasajeros del Sarmiento viajaban con la puerta abierta porque no funcionaban y porque no tenían otro medio de transporte para llegar a su trabajo. He subido al Sarmiento una decena de veces para mostrar cómo funcionaba por televisión. Y puedo afirmar con certeza que lo que transformó los trenes de esa línea en un arma mortal fue le desidia de los funcionarios y los empresarios del sector, que privilegiaron los negocios personales por encima de la seguridad de los pasajeros.
Hay en los tribunales de la Argentina decenas de juicios por denuncias de corrupción e inseguridad en todo el sistema ferroviario. Néstor Kirchner y Cristina Fernández no fueron ajenos a esta situación. El ex secretario de Transporte Ricardo Jaime fue el gran ejecutor de esa nefasta política. Y mantuvo su cargo durante los primeros meses del primer turno de gobierno de la jefa del Estado. El lunes pasado, los funcionarios nacionales destacaron que las nuevas formaciones cuentan con un dispositivo especial para impedir que un vagón se monte sobre otro en caso de una frenada brusca. La falta de ese dispositivo fue lo que provocó que el segundo vagón se montara sobre el primero y lo aplastara como una lata de sardinas el día de la mal llamada tragedia de Once.
Lo peor, lo más triste, lo más sospechoso y lo más peligroso de todo el anuncio es que ni la Presidenta ni Randazzo hicieron la más mínima mención del accidente de Once. Ni el lunes. Ni (casi) nunca. Si lo de Cristina Fernández es carencia de empatía, lo del ministro se parece más al frío cálculo político. No le estoy negando capacidad de administración ni de ejecución. De hecho, la compra y puesta en funcionamiento de las nuevas formaciones las está realizando en tiempo y forma. Lo que me parece mezquino, para empezar, es que no diga que la "gran transformación" es consecuencia directa de uno de los accidentes más graves de toda la historia argentina. Y que el principal responsable del desastre es el gobierno que él ya integraba. De hecho, Randazzo cree, igual que los hermanos Claudio y Mario Cirigliano, que el culpable de lo que pasó con el Chapa 1 es el motorman Marcos Córdoba. No lo dirá nunca en público, porque sabe que significaría el fin de su carrera para llegar a presidente. Es que Randazzo, el hombre de los DNI, los pasaportes y los trenes, calla u oculta el dato que lo puede perjudicar y amplifica la información que lo puede favorecer.
Hace tiempo que quiero entrevistarlo, pero parece que el ministro se siente más cómodo con otros medios y con otros periodistas. Deseo que explique por qué participó del enésimo anuncio del soterramiento cuando esa obra ni siquiera se inició. Quiero preguntarle si entre los miles de documentos que entregó, en un trámite exprés, hay ciudadanos colombianos o mexicanos vinculados con el narcotráfico. O, para ser más precisos, de qué manera garantiza que esto no suceda. Me gustaría saber si de verdad piensa que a los grafiteros "hay que matarlos" o si lo suyo fue una sobreactuación para la tribuna. Tengo curiosidad por entender si descalifica a los medios y a los periodistas críticos como una ofrenda ideológica a la Presidenta o si forma parte de su propio ADN político.
Randazzo tiene la autoestima muy alta. Cree, en efecto, que puede ser presidente de la Argentina. El gesto de apartamiento que le hizo al vicepresidente cuando éste fue a saludar en el acto de Tucumán, el 9 de julio pasado, cayó muy mal en todo el peronismo. Dentro y fuera del Frente para la Victoria. Los carteles con la foto del ministro con cara de asco y con la leyenda "más solo que Randazzo en el Día del Amigo" fueron mandados a pegar por alguien que quiere competir en las PASO y desde el Frente para la Victoria. No fue Daniel Scioli el de la idea. Tampoco la Presidenta, ni Carlos Zannini, ni los dirigentes de la Cámpora. Sin embargo, a todos ellos, el chiste político e interno les robó una sonrisa. Al ministro no parece importarle. Cree que es una cuestión de celos. Por cómo le dan las encuestas. Y por el vínculo que supo construir con Cristina. Podría aprovecharlo para sugerirle que se cuide de decir lo primero que se le pasa por la cabeza.