Si bien puede llamársele de muchas formas, aparece relacionada con las concepciones de "nacionalismo" y "patriotismo" que caracterizaron y aún caracterizan a la faceta ideológica de los estados occidentales. El tema, sin embargo, no limita su relevancia a discusiones históricas o filosóficas. En el actual contexto geopolítico las ideas nacionalistas y patrióticas aparecen no sólo en publicidades sino en discursos gubernamentales, discusiones electorales, conflictos bélicos y movimientos de protesta. En este sentido, cabe preguntarse: ¿qué actitud tomamos ante este tipo de ideologías en pleno siglo XXI globalizado?
Hace ya más de un siglo, cuando los Estados-nación se afianzaban como las formas de organización política por excelencia, el nacionalismo ocupaba un lugar ideológico central. Se entendía que cada pueblo, identificado culturalmente por su lengua, historia y costumbres, debía expresarse organizándose como Estado en un territorio. El pueblo o nación, por lo tanto, era entendido como el depositario último de la soberanía estatal y el basamento de las comunidades políticas. Esto también se relacionaba con la idea de patriotismo, una noción de "virtud cívica" encarnada en el deber de honrar las propias leyes e instituciones y de servir al país en caso de ser necesario.
Son conocidos los grandes errores históricos que han quedado asociados con estas ideologías: la segregación de minorías, los argumentos de primacía sobre el territorio, la proclamación de superioridad de unos pueblos sobre otros y la facilidad con que se asociaron con paradigmas racistas. Por otra parte, el patriotismo fue históricamente funcional a la justificación obsecuente de las acciones gubernamentales y a la crítica de la disidencia.
Para nosotros, estas facetas ideológicas no son recuerdos del pasado. Ideas afines han surgido en nuestra región y país en los últimos años. En este aspecto, es central la caracterización que el gobierno argentino hace de sí mismo como representante de un "proyecto nacional y popular". Lo que podría ser un simple giro retórico, sin embargo, forma parte de la política de gobierno y está presente, entre otras cosas, en el sesgo chauvinista que ha tomado la cuestión Malvinas y la argumentación nacionalista en torno a YPF.
La apelación al pueblo se ha vuelto cada vez más frecuente bajo los términos de una "identidad sudamericana" que nadie sabe muy bien a qué refiere y parece discriminatoria respecto de los demás latinoamericanos y caribeño. Las críticas a las decisiones gubernamentales suelen ser replicadas mediante acusaciones de "cipayismo" o "alineación" con intereses extranjeros, lo que ha llevado a que la línea entre la disidencia y la conspiración haya quedado borroneada. La reciente creación de la Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional no hace más que confirmar lo que ya se ha convertido en un signo de nuestra época.
Es tentadora la posibilidad de decir que una república democrática moderna no necesita ideologías asociadas con el nacionalismo y el patriotismo. Sin embargo, más allá del nombre que se le quiera dar, parece inevitable que los individuos tengan que imaginarse, de alguna manera, la comunidad que comparten. Es muy difícil que el respeto por las normas y la voluntad de vivir pacíficamente en sociedad emerjan, solamente, de una noción férrea de deber. Una noción de virtud cívica asociada con prácticas democráticas y un compromiso con nuestros pares podría ayudar a mejorar nuestra convivencia. El reto, precisamente, es que esa imaginación y construcción colectiva de una identidad no reincida en los errores del pasado.
Es imposible, en Argentina, postular una identidad nacional estable y subyacente: nuestro país siempre ha sido escenario del cambio y del flujo de personas y culturas. Es el país hospitalario que recibe y sigue recibiendo individuos de los más diversos lugares. Nuestras costumbres se nutren de las de muchos pueblos, nuestra historia compartida cambia constantemente e incluso nuestra lengua varía enormemente de generación en generación. La Argentina, en verdad, se resiste a ser un país de la identidad estática porque le sienta mucho mejor ser un país de la diversidad: distintos orígenes, religiones, historias y lenguajes coexistiendo en paz. Si los sentimientos nacionalistas o patrióticos tienen que ver con sentir orgullo, deberíamos dejar de buscar su objeto en las categorías de un discurso nacionalista que atrasa, para empezar a concentrarnos en otros aspectos de nuestra realidad cotidiana que nos impulsen hacia el futuro.
Inmersos en el siglo XXI, es necesario hacer lo contrario de muchos gobiernos y avanzar cuidadosamente al pensar en términos de nacionalismo y patriotismo. Tenemos, para reflexionar, una larga lista de errores pasados. Esto no quiere decir que debamos dejar atrás nociones interesantes y constructivas como la imaginación que una comunidad hace de sí misma o el orgullo colectivo que puede sentir ante el mundo. Pero sí quiere decir que debemos aprender de nuestras experiencias y darles la oportunidad de ocupar lugares centrales a valores como la educación, la convivencia, el respeto, la justicia, la innovación y la creatividad. Sólo así, tal vez, pueda pensarse en un nacionalismo o patriotismo adecuado para el siglo en que nos toca vivir.