Mientras renunciar es un verbo genérico, abarcador, que cubre una infinita gama de posibilidades, abdicar supone, al contrario, que quien abdica abandona una posición de privilegio reservada a unos pocos. Esta caída o retroceso puede ser libre y voluntaria, o puede ser forzada por diversas circunstancias. Pero, en tanto que la abdicación de un papa no puede, por razones obvias, beneficiar a miembros de su propia familia, la abdicación de un rey se hace en favor de algún familiar íntimo, cercano; es una abdicación dinástica, sucesoria, a través de la cual la posición del renunciante se renueva en cabeza de su descendiente natural. Mientras la abdicación de un papa, así, puede reabrir ampliamente el juego de las supremacías eclesiásticas, la abdicación de un rey es, por lo pronto, un asunto reservado al estrecho círculo familiar.
En estos días hemos podido asistir a ejemplos emblemáticos de estos dos últimos casos. La abdicación de un papa, Benedicto XVI, dio lugar a la consagración de su sucesor, Francisco, según los procedimientos tradicionales. Hacía 600 años, dicho sea de paso, que un papa no abdicaba. La abdicación del rey de España Juan Carlos I, después de 39 años de reinado, benefició por su parte a su hijo, el nuevo rey Felipe VI. La Iglesia, ahora detrás de un papa argentino, se renovó. España siguió bajo el signo de la continuidad dinástica. Lo notable fue, en este sentido, que en tanto que la sucesión "extrafamiliar" en la Iglesia resultó pacífica, la sucesión familiar española vino precedida por la reiteración, otra vez fallida, de los reclamos republicanos.
España ha sido atravesada por diversas convulsiones debidas al dilema entre la tradición monárquica y la pretensión republicana, un dilema que, entre otras cosas, dio lugar a la Guerra Civil de l936-1939, cuyo costo en vidas humanas alcanzó a un millón de personas y fue seguida por la larga dictadura de Francisco Franco, hasta la muerte del caudillo en 1975. La monarquía democrática española lleva sólo algunas décadas, pero el ascenso de Felipe VI al trono español se ha producido bajo el signo de la estabilidad democrática.
La Argentina fue, en contraste, invariablemente republicana, pero esto no quiere decir que no haya tenido rebrotes monárquicos o cuasi monárquicos. Desde la Constitución de l853 hasta 1930 nos dimos las primicias de la concordia y el desarrollo económico. A partir de los años 30, las intervenciones militares ilustraron nuestros disensos y en cierto sentido la pugna peronismo-antiperonismo fue la versión criolla de nuestra intolerancia. Al igual que España, aunque por otros caminos, también probamos el amargo sabor de la discordia. Para los países de tradición hispánica, la construcción del consenso democrático siempre nos ha sido difícil y, a veces, hasta improbable.
Por eso la pacífica sucesión española es, para los argentinos, una buena noticia. Nuestras historias están demasiado ligadas para ignorarlo. Decía Juan Bautista Alberdi que a los argentinos nos faltó, a veces, "la inteligencia de nuestros intereses". El sentido práctico de lo que nos conviene. Quizás esto ha pasado porque nos ha sido difícil percibirnos como un solo pueblo, en vez de percibirnos cada uno como el reflejo de su propio sector. Acaso hemos sido, después de todo, víctimas del particularismo.
Pero ¿en qué consiste el particularismo? En tomar una parte -la nuestra, la única que vemos- como si fuera el todo. El reverso de esta miopía es ignorar que los demás son también parte del todo. Aquí brotan dos distorsiones: el ocultamiento del otro como parte legítima del todo y el encandilamiento con el todo según nosotros lo percibimos, como si sólo nosotros lo conociéramos.
Pero sólo una percepción equilibrada de nuestra parte y de la del otro podría encaminarnos hacia la unidad nacional. Pensemos que la Argentina es la suma de una multitud de visiones fragmentarias. Alguna de ellas es la nuestra. Si nos atuviéramos solamente a la percepción de cada uno de nosotros, la concordia sería imposible. Sería como Babel. Aquí surge el principal obstáculo para la concordia. Babel es la multiplicación simultánea de los lenguajes particulares. A la concordia no se llega por la unificación milagrosa de estos lenguajes, sino a través de una trabajosa negociación entre ellos, en cuyo transcurso dejemos la puerta abierta a los demás. Nadie tiene toda la razón, pero yo tengo, pese a ello, mi parte de la razón. Así, trabajosamente, se construye ladrillo a ladrillo el edificio de la concordia nacional. Un día le preguntaron a un inglés cómo había hecho para tener un jardín tan lindo. Dijo: "Lo cortamos dos veces por semana; eso sí, en nuestra familia lo hacemos desde hace dos siglos".