Durante las últimas décadas se han ensayado toda clase de explicaciones sobre el retroceso argentino. Politólogos, economistas, historiadores, sociólogos, filósofos, ensayistas argentinos y extranjeros, han producido una copiosa bibliografía sobre la materia. La propia abundancia de teorías y contrateorías ha dificultado que se llegara a un consenso sobre las causas de nuestra decadencia como sociedad y ha generado una tendencia a buscar explicaciones sofisticadas o con una pretensión de originalidad, relegando hipótesis más obvias y directas, descartadas por su aparente simplicidad, pero que no por eso deben dejar de mencionarse. En este sentido, defendemos una hipótesis básica y rigurosa sobre la causa del retroceso argentino: la ausencia de consensos a largo plazo. En el largo plazo las naciones convergen hacia sus niveles potenciales de renta per cápita más por la estabilidad y coherencia de su sistema de economía política que por la abundancia de sus recursos. En otras palabras, a largo plazo la consistencia de las instituciones políticas y económicas tienen mayor peso para el desarrollo que la disponibilidad de recursos naturales.
En la historia argentina es posible correlacionar los períodos de crecimiento y desarrollo con la existencia de consensos a largo plazo sobre políticas públicas. Inversamente, las recurrentes crisis económicas sufridas desde la Segunda Guerra Mundial, muchas de ellas derivadas en graves conmociones sociopolíticas, se asocian con la pendularidad permanente y con el intento de cada gobierno de refundar desde cero la Argentina.
El programa de progreso a largo plazo pensado por la Generación del 37, cuya vigencia se mantuvo sostenidamente desde el inicio de la presidencia de Mitre, en 1862, hasta 1930, gozó de un extendido consenso explícito o tácito que permitió la modernización y el rápido desarrollo del país. El secreto de ese programa fue persistir durante varias generaciones en un núcleo de políticas públicas, lúcidamente concebidas para aprovechar el contexto internacional. La política inmigratoria, la prioridad otorgada a la educación, el fomento de las inversiones, la ocupación efectiva del territorio y su integración a LA NACION, el respeto de los compromisos externos, la presencia del Estado como activo impulsor de obras públicas de gran envergadura, son ejemplos de políticas de Estado sostenidas por todos los gobiernos. El consenso alcanzado en tiempos de la república liberal-conservadora se sobrepuso a guerras civiles, levantamientos políticos, revoluciones cívicomilitares, crisis económicas y conflictos internacionales porque los argentinos creían en un proyecto de vida futura que no se resentía por innumerables que fueran las discrepancias de los actores políticos y sociales sobre tal o cual aspecto del programa. Los argentinos compartían un destino común y se sentían confiados en el fruto de su esfuerzo.
Esos consensos se perdieron a partir de la Segunda Guerra Mundial cuando hizo su aparición plena el populismo. Del mismo modo que se han ensayado numerosas hipótesis sobre el retroceso argentino, también sobre el populismo existen una gran variedad de definiciones. Y de igual modo aplicamos la navaja de Ockam -principio metodológico según el cual, "en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta"-, y proponemos una que, entendemos, las resume a todas: el populismo es sinónimo de políticas de corto plazo no sustentables. El populismo es lo contrario de un enfoque institucionalista y a largo plazo. El fracaso argentino, entendido por el logro de niveles de desarrollo inferiores a nuestro potencial, se explica por la presencia permanente del populismo. Que no sólo se limita al peronismo. Populistas fueron Onganía, que entregó las obras sociales a los sindicatos; Martínez de Hoz, con la "plata dulce"; Galtieri, con la toma de las Malvinas; Alfonsín, cuando proponía el tercer movimiento histórico, o Cavallo, al sostener que un peso es igual a un dólar, entre otros ejemplos posibles.
Pese a que hoy estamos soportando la reiteración de otro ciclo de políticas populistas, vista nuestra realidad en una perspectiva más alejada de la coyuntura diaria cabe albergar la esperanza. En materia política, los argentinos hemos alcanzado un extendido consenso sobre el valor de preservar la democracia para dirimir quién ocupa el poder. Todos quienes tenemos memoria de la época anterior a 1983, cuando parecía imposible que algún día los militares perdieran todo su poder sobre la sociedad civil, valoramos el profundo consenso alcanzado sobre la democracia como único sistema legítimo de gobierno. Después de enormes dificultades, hemos logrado un consenso a largo plazo sobre la necesidad de respetar las instituciones democráticas.
En razón del consenso democrático, los intentos autoritarios del kirchnerismo no han podido impedir que las elecciones sean limpias (cuyo corolario es que el Gobierno acepta sus derrotas electorales), que el Congreso frene leyes caras al Poder Ejecutivo o que la Corte Suprema declare la inconstitucionalidad de leyes importantísimas para los objetivos autoritarios del Gobierno. En materia política, el autoritarismo se detiene ante el consenso social de que goza la democracia y ello es motivo de esperanza.
El autoritarismo ha sido exitoso, en cambio, en el manejo discrecional de la economía. El gobierno impone premios y castigos en la asignación de recursos presupuestarios según se trate de aliados o adversarios políticos, somete la autonomía de las provincias mediante la asignación inequitativa de fondos, decide políticas inflacionarias alentando un consumo cortoplacista y no sustentable, presiona al sector privado con controles de precios obsoletos, establece cepos cambiarios que atentan contra las inversiones a largo plazo, aleja al país de los mercados financieros internacionales por cuestiones de populismo ideológico. Se repiten recetas equivocadas incapaces de solucionar los problemas y se autogenera una crisis económica, que no existe en otros países de la región, por una evidente mala praxis que además rechaza la búsqueda de consensos.
Pese a este estado de cosas, hay espacio para una mirada optimista. Después de enormes dificultades la sociedad argentina ha logrado un consenso a largo plazo sobre la necesidad de salvaguardar la democracia. Por lo contrario, los intentos autoritarios todavía predominan en el manejo discrecional de la economía. Pero al igual que el valor de la democracia no ha sido afectado por las gravísimas crisis que hemos sufrido y los golpes de Estado han desaparecido del horizonte de posibilidades de la sociedad argentina, creemos firmemente que las políticas económicas también alcanzarán un consenso más rápido de lo que advertimos y un conjunto de medidas básicas, propias de una sana economía política y probadas en otras naciones, lograrán un extendido consenso entre los argentinos. Las recetas erróneas y mil veces repetidas serán vistas en un futuro próximo del mismo modo que hoy vemos al poder militar de antaño: como un error del pasado que no volverá a ocurrir. Es la hora de los consensos económicos. Al consenso democrático se sumará finalmente el consenso económico. Y entonces el cortoplacismo populista ya no tendrá lugar en la Argentina.
El autor es historiador, miembro del Club Político Argentino