La más evidente es que, al remodelar su gabinete, Cristina Kirchner no realizó una transferencia de poder a Jorge Capitanich, sino a Axel Kicillof. Es un dato relevante. No porque haya un jefe de Gabinete con capacidades reducidas. Aníbal Fernández y Juan Manuel Abal Medina también tenían vedado tomar iniciativas. La verdadera alteración es que, por primera vez desde que falleció su esposo, la Presidenta permite a alguien ejercer un rol bastante parecido al de un ministro de Economía.
Capitanich y el titular de la AFIP, Ricardo Echegaray, tardaron 45 días en enterarse de lo que otros funcionarios advirtieron desde el comienzo. Por ejemplo, cuando Juan Carlos Fábrega, el presidente del Banco Central, quiso avanzar con un desdoblamiento cambiario -sus colaboradores llegaron a consultar en Wall Street-, se encontró con el veto inapelable de Kicillof, quien pasaba por ser el autor de la receta.
Por lo visto, Fábrega no comentó el episodio a Capitanich y a Echegaray, que se pusieron a diseñar impuestos sin consultar con el titular del Palacio de Hacienda.
Cuando promovió a Kicillof, la señora de Kirchner formalizó lo que venía sucediendo: el entonces viceministro se imponía sobre Hernán Lorenzino, Guillermo Moreno o Mercedes Marcó del Pont. Explica un experto en esa área: "Axel la ha convencido de un catecismo en el que figuran todas las respuestas, ideal para quien ignora la materia; tiene un vínculo directo con Máximo Kirchner y «Wado» De Pedro; además, la Presidenta cree que si el que devalúa, pacta con el Fondo y reprime los salarios, es él, ella seguirá pareciendo de izquierda". Kicillof ya comenzó con los ajustes. Dejó a Capitanich convertido en un bonsai.
La segunda revelación del enredo impositivo es que la Presidenta estaría en un estado de aislamiento cercano a la clausura monacal. Es lógico. El 23 de octubre pasado, los médicos le recomendaron por escrito no exponerse a situaciones de estrés. Desde entonces, el Gobierno pasó por la derrota electoral, la caída de reservas, la disparada del dólar, la crisis policial, los cortes de luz, el contubernio hotelero con Lázaro Báez y el ajuste impositivo. Sólo estrés.
Es comprensible, entonces, que para desautorizar a Capitanich y a Echegaray, Kicillof esperara a que su jefa regrese a Buenos Aires, a pesar de que el impuestazo llevaba tres días en los diarios. Julio De Vido sería el único capaz de romper el cerco informativo de El Calafate. El viernes pasado se empeñó en consignar que estaba elaborando un plan "por estricta orden de la Presidenta, con la que estuve en contacto permanente durante los últimos 7 días, día y noche, 6, 7, 8 (sic) veces por día hablándole, informándola y, por supuesto, ella llamándome tantas veces más". ¿Hacían falta tantas aclaraciones? Sí.
Cristina Kirchner volvió a Olivos y el proyecto de bienes personales quedó descartado. Kicillof fue coherente. Si el mercado se equivoca al fijar el precio del yogur, ¿por qué va a acertar con el de los inmuebles? Sin embargo, en la orden de descartar la ocurrencia influyó también otro criterio, que aportó Carlos Zannini: una valuación comercial de las propiedades mandaría preso a medio gabinete. Sencillo: las declaraciones juradas ante la Oficina Anticorrupción se elaboran con los datos suministrados a la AFIP. Pocos funcionarios podrían justificar su patrimonio si se considerara el precio real de los inmuebles. Mejor inventar otro impuesto.
El embrollo de los bienes personales permitió verificar una tercera evidencia: kirchnerismo y micrófono son incompatibles. Las conferencias matutinas de Capitanich sirven más para exponer los descalabros del Gobierno que para rodear de consenso sus iniciativas. Se podría pensar que los malentendidos son inevitables en un equipo fatigado por diez años de gestión. Y es verdad.
Los funcionarios están en esa fase de la administración, que conocen bien los radicales, en la cual -en palabras de Juan Carlos Torre- "ya no se sueña con resolver los problemas, sino en evitar que te aplasten los problemas para poder llegar al final del camino".
Sin embargo, en una escena más venturosa, la glasnost de Capitanich también habría sido contraproducente. ¿Qué hubiera sucedido si a Marcó del Pont, Moreno, Kicillof y Echegaray los hubieran puesto enfrente de un micrófono? Lorenzino tuvo su experiencia. Las conferencias de prensa de los jefes de Gabinete están hechas para gobiernos que tienen gabinete. Es decir que cuentan con una instancia de coordinación de sus propuestas. Ahora queda claro que, si en la década ganada no las hubo, no fue tanto por autoritarismo como por incompetencia.
Las logorreicas mañanas de Capitanich son un ritual suicida. Revelan lo que debería haber permanecido a media luz. La novedad de los kirchneristas no es su descomposición. La novedad es que hablan. Y lo hacen con un requisito que los condena a dar malas noticias: las novedades agradables son exclusivas de la jefa. Y la jefa ha hecho voto de silencio.
La desautorización de Kicillof a Capitanich disimuló otra contradicción más difícil de disolver.
El ministro de Defensa, Agustín Rossi, intentó disimular con declaraciones que hay prácticas del jefe del Ejército que están fuera de la ley. Rossi pretendió desmentir que, como publicó este diario, César Milani dispuso la compra de 35 vehículos blindados Hummer al gobierno de los Estados Unidos para asignarlos a sus operativos antidrogas.
Rossi confirmó la operación. Pero dijo que no tendrían ese destino, aun cuando algunas camionetas irán a unidades que realizan tareas contra el narcotráfico. También aclaró que los Hummer no procederán del Comando Sur sino de otra área de la administración norteamericana. Es decir, no traerán el virus del golpismo. Son Hummer progres. Se salvó lo que Milani quería salvar: que está en buenas relaciones con los Estados Unidos. Que no es chavista.
La minuciosidad de Rossi es distractiva. El ministro no puede justificar que los ejercicios del Ejército contra el narco son ilegales. Y que su realización, que la dirigencia política no debate, sepulta la doctrina kirchnerista sobre la Defensa. Esa doctrina está fijada en los fundamentos del decreto 727 del año 2006, firmado por Néstor Kirchner, Alberto Fernández y Nilda Garré, y levanta una muralla entre Seguridad Interior y Defensa. Establece, además, que las Fuerzas Armadas no pueden enfocarse a las "nuevas amenazas", entre las cuales está el narcotráfico. El artículo 1º prescribe que sólo se emplearán ante ataques externos de fuerzas similares de otros estados. ¿Cómo se justifica, entonces, el operativo antidrogas Fortín II, que realiza el Ejército bajo el mando de Milani? La comisión bicameral del Congreso que monitorea las actividades de seguridad e inteligencia está dormida.
La ley 24.059, de seguridad interior, ya había consagrado ese criterio en sus artículos 27 y 32, que permiten la utilización de las Fuerzas Armadas para objetivos internos sólo por una convocatoria excepcional, en una crisis. Pero jamás para hacer inteligencia interior. Rossi está en una situación incómoda, Milani tiene trato directo con la Presidenta. Es decir: Rossi es a Milani lo que Capitanich a Kicillof.
La grieta intelectual
El respaldo de la señora de Kirchner al jefe del Ejército agrietó al kirchnerismo intelectual. El grupo Carta Abierta presenta una fisura: Ricardo Forster, en un texto titulado "La cuestión Milani", defendió el compromiso con el teniente general, a pesar de las imputaciones penales que pesan en su contra por su conducta durante la dictadura militar. Se distanció, así, de Horacio Verbitsky y de Horacio González, cuyo liderazgo sobre el grupo nunca habría aceptado del todo, según algunos contertulios de la Biblioteca Nacional. El ácido Diego Sztulwark le respondió con una nota publicada por la agencia Paco Urondo, a la vez discutida por otra de Juan Ciucci.
El debate se refiere al pasado de Milani. Todavía no hay una discusión sobre el presente. A pesar de que Cristina Kirchner ha encontrado en Milani a un general audaz, capaz no sólo de sacar al Ejército de los cuarteles, sino también del marco de la ley. La razón de esta predilección es que la Presidenta sospecha, alimentada por algunas confesiones del ecuatoriano Rafael Correa, que los motines de las fuerzas de seguridad son el nuevo nombre del golpismo.
Sobre la base de esta hipótesis se ha comenzado a cruzar una barrera: el Ejército, comandado por un jefe que se confiesa "parte del proyecto nacional y popular", ha empezado a desplegarse ante una eventual desestabilización provocada por las policías provinciales. Por debajo de estos presentimientos afiebrados se cursa un grotesco retroceso. Se vuelve a los tiempos en que, hace 134 años, el ejército de Roca se enfrentó con la guardia nacional de la provincia de Buenos Aires, dirigida por Carlos Tejedor.