La nueva caída de la Argentina en un ranking internacional sobre corrupción es un dato que, por reiterado, no deja de ser preocupante. En esta oportunidad, se trata del triste papel que ha vuelto a jugar nuestro país en el Índice de Transparencia Internacional (TI), elaborado sobre la base de entrevistas con directivos de organizaciones no gubernamentales y de empresas. Mientras que, en el contexto mundial, la Argentina quedó en el puesto 106 sobre un total de 177 países auditados, en el regional ocupó el puesto 22 entre 32 naciones encuestadas.
Encabezaron ese ranking, con el menor índice de corrupción, Dinamarca y Nueva Zelanda, con 91 y 89 puntos, respectivamente, sobre un total de 100. Al final de la nómina se ubican Afganistán, Somalia y Corea del Norte, todos con ocho puntos.
Uruguay, en tanto, es la nación latinoamericana mejor clasificada en esa lista (en el puesto 19, con 73 puntos), seguida por Chile, en el 22, con 71 puntos. La mayoría de la región, por su parte, continúa entre los dos tercios de las naciones con el menor índice de lucha contra la corrupción. Además de Uruguay y Chile, también Brasil (puesto 72) aventaja a la Argentina. Nuestro país comparte su desprestigiado sitial con México y Bolivia (también en el puesto 106), mientras que al fondo de la lista, en el 160, con apenas 20 puntos, quedó situada Venezuela.
¿Qué significa en los hechos que nuestro país haya descendido un punto en el índice de corrupción medido hace un año? Básicamente, que no hay políticas anticorrupción y que las aplicadas en el pasado no han servido para desterrar esas prácticas deleznables y, además y muy especialmente, que se mantiene muy alto el nivel de impunidad respecto de quienes cometen esos delitos.
Es conocida la presión que el actual gobierno ejerce en nuestro país sobre los organismos de control, basada en una doble estrategia igualmente perversa: si no se los puede cooptar para garantizar el silencio respecto de las posibles irregularidades cometidas por funcionarios, se los asfixia hasta anularlos. A ello se suma el esfuerzo del kirchnerismo por obtener leyes que, como la de responsabilidad del Estado que ya cuenta con la aprobación de Diputados, están pensadas para eximir de responsabilidades tanto al Estado como a sus funcionarios por los actos que pudieran ejercer en perjuicio de las personas.
La larga lista de integrantes y de ex miembros de los organismos oficiales que actualmente se encuentran investigados por la Justicia es una pauta clara de adónde apuntan este tipo de regulaciones. De aprobarse definitivamente una ley en ese sentido, el día de mañana se tornarían abstractos los reclamos de eventuales víctimas de servicios públicos. Lisa y llanamente, nadie sería civilmente culpable, por ejemplo, por una catástrofe como la de la tragedia ferroviaria de Once. Todo quedaría reducido a una mera sanción administrativa.
Colateralmente, pero no menos lamentable, es la preocupación de las autoridades por ocultar información o impedir el acceso a ella. No hay hoy en nuestro país garantía de que un requerimiento al Estado vaya a ser respondido en tiempo y forma.
La última regulación sobre la publicidad de las declaraciones juradas de los funcionarios públicos nacionales resultó otro escollo insalvable el camino hacia la verdad sobre los patrimonios pues, si bien se agregaron requisitos, esas declaraciones tienen un apartado secreto que impide conocer aspectos esenciales de cómo llegaron a tener enormes fortunas muchos de quienes, curiosamente, dedicaron la mayor parte de su vida a la función pública. A ello se agrega la falta de rendición de cuentas de gastos y de información sobre otorgamientos de beneficios y procedencia de partidas de dinero dedicadas al ámbito oficial.
Mientras todo siga funcionando de esa forma, el resultado será aún peor: no habrá mejoras en el combate a la corrupción de nuestro país. Como bien establece TI, estos índices son apenas un recordatorio de que "el abuso de poder, los negocios secretos y los sobornos continúan asolando sociedades alrededor del mundo". Pero el cambio nunca vendrá de la mano de ningún índice, por cierto, sino de la voluntad política de las autoridades por respetar y hacer respetar las instituciones, por dejar trabajar libremente a los organismos de control y a la Justicia, por brindar la información estatal cuando ésta es requerida, por impulsar legislación que responsabilice a los funcionarios de sus actos y, por fomentar, desde la cima del poder, la cultura de la transparencia que, en definitiva, no es otra que la cultura de la legalidad.