PORTO ALEGRE.- Desde la publicación de mi ensayo Un testamento de los años 70 he recibido numerosos mensajes y varias personas se han manifestado públicamente sobre su responsabilidad en aquellos años, con el ánimo de superar la presente memoria sectaria y avanzar en la dirección de un consenso nacional sanador. Mi intención aquí es la de contribuir a eliminar los bloqueos que todavía impiden a los militares manifestarse. Su silencio no le hace bien a nadie, ni a la comunidad argentina, ni a ellos.
En los años 70 , hubo una lucha entre argentinos que aún espanta por el grado de violencia y crueldad alcanzado. Hubo crímenes terribles de todas las partes, pero los más terribles fueron, sin duda alguna, los realizados por las Fuerzas Armadas. Como se sabe, no fueron ellas las que comenzaron el caos y la orgía de violencia que se extendería por el país a partir del 25 de mayo de 1973. Ellas pueden, incluso, argumentar que la anarquía generada por el gobierno de Isabel Perón justificó el golpe del 24 de marzo de 1976. Pero es imposible encontrar un único argumento para justificar la política sistemática de secuestro y desaparición de personas que vino después, configurando la peor violación a los derechos humanos en la Argentina del siglo XX. Son precisamente estos crímenes, cuyo daño no constituye apenas un mal contra un grupo particular de individuos y de sus familiares y amigos, sino contra todos los argentinos, los que se mantienen en un silencio absoluto por parte de los militares.
Me han escrito, entre otros, varios familiares de militares presos. A todos les he pedido que lleven sus testimonios al espacio público. No todos lo hacen, sé que no es fácil, pero me complace saber que algunos han llegado a hacerlo a través de mi intermediación. Les pido también, a título personal, que les pregunten a sus familiares presos por qué, en un momento tan propicio como el presente, donde con mucho esfuerzo se ha conseguido abrir nuevamente el debate sobre los años 70, no existe ninguna declaración de parte de militares que tomen posición de forma autocrítica. Del lado guerrillero ya hubo varias autocríticas, pero del lado militar, todavía ninguna.
Yo no me considero un arrepentido y no le pido a nadie que se arrepienta. Esa figura corresponde a aquel que pretende ventajas personales con su confesión. Yo hice lo que hice con mis declaraciones en busca del bien común y no de una ventaja personal. Lo hice, además, porque cambié: no creo más en la verdad violenta que sustenté en el pasado; hoy sustento otra verdad, pacífica y democrática, que creo puede ayudar a la reconciliación que nuestra nación necesita con urgencia. Aquellos a los que la edad les trajo sensatez para mirar los errores del pasado, si hablan en nombre del bien común, no son arrepentidos, son hombres dignos. A los que callan, la ciudadanía no puede sino atribuirles el mismo pensamiento que tenían en los 70. Por eso pienso que el silencio de los militares afronta su dignidad. La forma de recuperar esa dignidad no es adherir al proyecto de un grupo político u otro, tal como parece pensar el kirchnerista general César Milani. Las Fuerzas Armadas no pueden sectarizarse nuevamente, su dignidad se construye al servicio de la nación como un todo. Siempre que se sectarizaron, la nación sufrió y el pasado está repleto de ejemplos. Los años que los recuerdan son 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976.
Romper el silencio es más urgente aún en el caso de los militares presos. He sabido que los aconsejan a no hacerlo por razones jurídicas, supuestamente para no incriminarse. No estoy de acuerdo en absoluto. Especialmente si se asumen como presos políticos, no pueden entonces omitir pronunciarse políticamente sobre su pasado. Se explica que la mayoría de los ex guerrilleros no quieran hablar, lo hacen para no perder la confortable e indigna condición de víctimas en la que los mantiene este gobierno. Pero me resulta inexplicable que personas prácticamente condenadas a morir en la cárcel decidan no hablar en defensa de su dignidad. La única excepción podrían ser los principales mandos militares de la época, después de todo fueron quienes dieron las órdenes, pero no es el caso de los jóvenes oficiales que participaron en los 70 y que hoy tienen alrededor de 70 años (mi edad). Quiero creer que la mayoría de los tenientes de entonces fueron arrastrados hacia la violencia por sus circunstancias, de la misma forma que lo fuimos todos aquellos que nos enfrentamos en esos años, de una manera u otra. Quiero creer, igualmente, que hoy permanecen en silencio porque se sienten aislados y todavía no entienden bien lo que ocurrió. Tal vez no saben que se encuentran así por culpa de la trampa que las mismas Fuerzas Armadas les crearon. Quiero ayudarlos, pero no soy ni fui militar, soy apenas un ciudadano defensor de la democracia y el Estado de Derecho, algo que deseo para todos.
Sé que es difícil entender las diferencias de valores que separan a la sociedad civil de los militares. La sociedad moderna fue evolucionando con un discurso jurídico nivelador que no se corresponde con la demanda de autonomía frente a la sociedad y el Estado de ciertos grupos con funciones altamente especializadas y jerarquizadas, como es el caso de los sacerdotes y los militares. En cada uno de esos grupos, aparece una "ética" de grupo diferenciada del resto. En momentos de guerra civil o conflicto interno, los valores del cuerpo de oficiales de un ejército o una guerrilla entran muchas veces en conflicto con los valores de la sociedad civil. Son comunes los desentendimientos que posteriormente genera el desconocimiento de esas diferencias.
Sé también que la obediencia es la mayor de las virtudes de un cuerpo de oficiales.Para bien o para mal, la mentalidad de un militar no es la misma que la mentalidad de un civil. Querer igualar ambas supone desconocer la diferencia radical de funciones que cada uno tiene. Esto es así en cualquier parte del mundo y bajo cualquier sistema político o económico. Sin embargo, su reconocimiento se torna problemático en algunos lugares, como en el caso argentino, donde los militares se atrevieron a crear un Estado dentro del propio Estado. Ese artificio que nunca debió haber existido, hoy ya no existe más. No obstante, los militares continúan comportándose como si existiese; fueron socializados en ese ambiente desde su época de cadetes y muchos no conocen otra forma de vivir en sociedad.
Si los militares no han dado señales de estar dispuestos a dar información sobre el destino de los desaparecidos y de los niños entregados en adopción, es, precisamente, porque todavía viven imaginariamente en ese Estado militar que colocaron por encima de la nación desde 1930 hasta 1983. En su inconsciente cada uno de ellos todavía espera que la corporación venga a salvarlos, tanto de la prisión como de sus errores, aunque sea después de muertos. Por la misma razón son llevados a desconfiar de los civiles, se criaron en un cultura de orgullo y superioridad que aún persiste. No es arriesgado pensar que una minoría de militares debe continuar creyendo que está bien lo que hicieron y que si les fue mal es porque no mataron a todos los que debían. Pero estoy seguro de que la mayoría no piensa así y si no hablan es porque muchos deben de pensar que el mundo que conocen se les vendría abajo si lo hicieran. Están equivocados, en todo caso, caerá ese mundo para que surja otro mejor. Además, el reciente rechazo en las urnas del pensamiento único del kirchnerismo crea excelentes condiciones para escuchar voces plurales. Que dignidad y coraje les sean reconocidos a los militares que se animen a decir lo que piensan y saben sobre los años 70.