Es imperioso que el conductor sepa distinguir entre ellas. La derrota es un percance adverso que, bien manejado, puede revertirse porque, si bien se puede perder una batalla, esta derrota no equivale necesariamente a perder la guerra. La catástrofe, en cambio, es el fin de la guerra. Por eso Clausewitz elogia la firmeza como el principal rasgo de carácter del jefe militar experimentado, que no debe envanecerse con las batallas que gana ni deprimirse con las batallas que pierde. Esta volatilidad de carácter lo convertiría, eventualmente, en una hoja en la tormenta. ¿Cuándo se da el pase entre estas dos situaciones? Perder una batalla puede ser, para el jefe derrotado, una ocasión para el aprendizaje; irá a la próxima batalla, por consiguiente, mejor preparado. Si se envanece sólo por haber ganado una batalla, al contrario, el jefe volátil bajará la guardia en la próxima ocasión.
La derrota en una batalla puede no ser definitiva, pero es peligrosa porque es capaz de alterar el ánimo del conductor, induciéndolo a un pesimismo autodestructivo o, en la otra punta, a un triunfalismo injustificado por el cual se convence de que ganó cuando en verdad perdió. El riesgo mayor de un conductor reside, por lo visto, en el autoengaño. Si perdió, lo más peligroso es convencerse de que ganó, porque, en tal caso, rechazará las enmiendas que podrían salvarlo. El autoengaño es, en un caso como éste, su principal enemigo.
Después de la paliza electoral que recibió el último domingo, el autoengaño es la tentación principal de Cristina. Como conduce además a un grupo de adherentes incondicionales, en cuyo seno está prohibido dudar porque a la Presidenta no se la cuestiona, sólo se la escucha para recibir instrucciones, el resultado de este curioso método de deliberación es que, a menos que a la Presidenta se le ocurra algo, a nadie se le ocurrirá nada que implique, de un modo o de otro, enmendarle la plana. La resultante de este método es la tendencia a "profundizar el modelo", tanto en el acierto como en el error y, cuando este último sea el caso, a distanciarse cada día más de una realidad que puede ser favorable o desfavorable, pero que en ningún caso perdona. Maquiavelo observa, en este sentido, que al príncipe al que siempre le ha ido bien le es muy difícil cambiar de estrategia. ¿Por qué habría de cambiar si hasta allí siempre le fue bien? Para un político, "irle bien" significa, por lo pronto, ganar las elecciones. Es lo que les ocurrió, por diez años, a los Kirchner. Pero ya no más. ¿Qué va a hacer, por lo tanto, Cristina a partir de ahora?
Tiene dos opciones. Puede empecinarse para "profundizar el modelo" o puede consultar con los vencedores del domingo, reconociendo implícitamente que ellos tenían razón. Las dos opciones, se nos dirá, conducen a lo mismo: a abdicar. Es cierto, pero hay distintas maneras de abdicar. Cristina fue, durante estos últimos años, una reina absoluta que aspiraba a prolongar su poder más allá de 2015 mediante sucesivas re-reelecciones. Esto, aunque no le guste, ya no podrá ser. Pero la inevitable abdicación de Cristina puede darse según dos versiones. Una de ellas, suave y semirrepublicana, es girar en dirección de la república que los Kirchner habían ignorado. Otra, al contrario, es insistir en dirección del empecinamiento autoritario. Esta última, sí, sería una catástrofe porque la sociedad la repudiaría en toda la línea, aunque para la Presidenta y su coro más fanático de seguidores tuviera el sabor del heroísmo. A Cristina sólo le queda elegir entre dos finales: uno moderado, a la espera de la república que ella nunca respetó, y otro crispado, lleno de tensiones, que dañaría sin dudas al resto de los argentinos.
Pero el último domingo no sólo dibujó dos finales alternativos para el ciclo presidencial de los Kirchner; esbozó, asimismo, un comienzo posible para el próximo ciclo. Aventado el peligro del hegemonismo autoritario que quedó sepultado en las urnas el domingo pasado, digamos por lo pronto que en 2015 va a nacer un ciclo republicano en cuyo interior ya no reinará una soberbia exclusivista sino que competirán diversas vocaciones republicanas. Recién entonces la Argentina será, al igual que Chile, Brasil o Uruguay, una república democrática capaz de desplegar sus incomparables posibilidades económicas y de remediar sus inquietantes desigualdades sociales.
¿Podrá Sergio Massa dar el puntapié inicial de esta incitante aventura? Si el principal capital de un país consiste en el aprendizaje de sus errores, Massa, con sus cuarenta años recién cumplidos, recibe de la generación que lo antecede el más valioso de los legados: la lista casi interminable de todo lo que ya no hay que intentar.