La prédica del papa Francisco podrá ofrecer una alternativa al "relato" oficial construido en varias naciones de América latina. Pero recordemos que en Europa Oriental el comunismo fue una imposición política garantizada por los tanques soviéticos y nunca querida por sus sometidos pueblos. El empujón que dio Karol Wojtyla a esos regímenes cansados y deteriorados hizo que su caída fuera inevitable.

Las "monarquías elegidas" de América latina, si bien son autoritarias, prepotentes, desprecian las libertades ciudadanas y se apoyan en figuras despóticas y caudillescas, han sido elegidas por la vasta mayoría de sus poblaciones. Ésa es la diferencia contra la cual ningún papa puede. Acá no vale aquello de "Vox Dei, vox pópuli".

El cambio, si ha de venir, demandará un enorme esfuerzo de quienes sí creen en la democracia constitucional, republicana y liberal. Pero para que eso sea posible, es hora de aceptar que hoy cada vez menos gente valora la democracia en el sentido pleno de la palabra. Los hechos demuestran que todo se reduce sólo a lo electoral y lo demás se diría que no importa.

Muchos piensan que una vez votado, el presidente tiene poderes para todo, incluso para reducir las propias libertades. Esa gente, a lo largo y ancho del continente, resolvió que puede vivir contenta con esa situación en un proceso que se agudiza y hasta parece irreversible.

Rafael Correa ganó en febrero con el 57%. En octubre del año pasado, y pese a estar ya muy enfermo, Hugo Chávez obtuvo el 54. Una vez muerto, su heredero Nicolás Maduro, aunque alcanzó una mayoría ajustada y cuestionada, tiene una mitad de su país que sigue creyendo en el despotismo elegido. Un año atrás, Cristina Fernández de Kirchner logró la reelección con el 54% de los votos. En los tres casos, el triunfo les habilitaba un tercer período de gobierno, aunque para Cristina Fernández sólo sería el tercero consecutivo de la gestión si se considera que había sido antecedida por su propio marido.

Los tres, junto con Evo Morales en Bolivia y Daniel Ortega en Nicaragua, pueden decir que son legítimos porque fueron elegidos en las urnas y sus mayorías son claras. Pero ahí se acaban los ingredientes democráticos. No hay espacio para la opinión minoritaria discrepante, venga de la oposición política o de empresarios, artistas, agricultores o escritores. La libertad de prensa tambalea. La autoridad se centra en la figura del presidente y se acorralan las instituciones, en especial al Poder Judicial, que en una democracia genuina acotan tanto poder. Al decir del presidente uruguayo José Mujica, lo que importa es la política y no lo jurídico. Importa la sola voluntad del mandamás, no las leyes ni los controles constitucionales.

Emergieron, pues, los "monarcas elegidos". Ellos, sus personas, están por encima de todo lo demás. Cuando un monarca tropieza, la solidaridad es hacia él, nunca hacia su país ni hacia las otras instituciones que actúan dentro de los parámetros de la Constitución. Algo así pasó en Paraguay. El apoyo del Mercosur y la Unasur fue sólo hacia Fernando Lugo, pasando por alto mecanismos constitucionales que están por encima de cualquier mandatario.

Existe la idea de que un gobernante autoritario, un déspota, es necesariamente impopular. Sin embargo, hubo dictadores nefastos que contaron con la admiración y cariño de sus pueblos. ¿Por qué habría de ser diferente con los actuales "monarcas" elegidos en América latina? Lo que sí demuestra esta realidad es que el problema está, también, en la gente.

Tras más de una larga década en el gobierno, los seguidores de estos mandatarios creen que alcanza con votar y que las demás garantías no interesan. Plebiscitan a los monarcas y consolidan una duradera cultura política nada democrática.

Podrá decirse que, en ancas de la bonanza económica, una eventual mejora cambiará la vida de sus pueblos, lo cual las hará aspirar a una mejor calidad institucional. Eso no ocurrirá. Ninguno de estos gobiernos está aprovechando la prolongada bonanza para construir los cimientos que convierta a estos países en naciones desarrolladas. Sólo usan sus beneficios para aplicar lo que llaman políticas sociales, pero que en términos neutros es mero asistencialismo y en la más cruda realidad es clientelismo puro. La gente más postergada no mejorará sus condiciones de vida. Se impide la pobreza extrema y se cubren las mínimas necesidades, pero todo hecho de modo tal que se crean dependencias, se neutralizan los estímulos para mejorar y se evita consolidar en la gente un espíritu de trabajo, crítico e independiente.

Estos regímenes dejaron su marca y desnudan el fracaso parcial del proceso democratizador iniciado en los años 80. Calaron hondo y quizá sobrevivan a sus figuras impulsoras, por el simple hecho de que parecen eclipsados los valores democráticos, aquellos que siempre creímos que eran los mejores posibles.