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La gigantesca manifestación popular del jueves pasado, de innegable contenido político, confirmó la impresión de los observadores de que se avecinan grandes cambios. ¿Se agota el poder de Cristina Kirchner? Más aún: ¿agoniza el kirchnerismo como tal? ¿Se acaba el ciclo que comenzó en 2003 con la asunción de Néstor Kirchner y siguió a partir de 2007 con su viuda y sucesora en el poder? ¿Qué pasará de aquí a solo dos años cuando alguien, sucesor o rival, se prepare para reemplazarla? ¿Habrá continuidad o fractura en la cima del Estado?

He repetido más de una vez la advertencia de Ortega y Gasset según la cual "si anda oscura la cuestión del mando, todo lo demás marchará impura y torpemente". La "cuestión del mando" ya ha empezado a nublarse en la Argentina y seguirá oscureciéndose de hoy en más hasta que al fin aparezca el sucesor triunfal de Cristina. ¿Quién será? ¿Será un nuevo presidente que piense como ella o, al contrario, su rival? En el límite, ¿será ella misma?

Estas preguntas, que parecen remotas desde la perspectiva de los ciudadanos de a pie, ya queman la mente de los observadores y los operadores políticos. Como siempre cuando se barajan conjeturas, la amplitud de ellas, que hoy es todavía extrema, se irá estrechando con el paso del tiempo hasta reducirse a un mínimo: "Re-reelección" de la propia Cristina, selección de un sucesor de ella, irrupción de un rival a pesar de ella...

Que todas estas conjeturas resulten todavía posibles es un indicio de que el abanico aún continúa abierto. Gradualmente, sin embargo, se irá estrechando hasta que los pocos sobrevivientes de la carrera encaren la recta final.

Una por una las chispas sobrantes de la ambición se irán apagando. La primera chispa destinada a apagarse será, presumimos, la de la propia Cristina. En diciembre de 2015, es casi seguro que Cristina Kirchner ya no será presidenta. Dos razones de peso avalan este horizonte. La primera de ellas es formal: nuestra Constitución de 1994 prohíbe la segunda reelección consecutiva, la llamada "re-reelección". La segunda es de fondo: según encuestas coincidentes, dos de cada tres argentinos no quieren la re-reelección.

Lo que estamos contemplando no es una opinión ocasional, sino lo que aparece cada día más como una convicción que está echando raíces en nuestra sociedad. A fines de los noventa, como se recordará, el presidente Menem pretendió un tercer período consecutivo, pero la Suprema Corte de Justicia le dijo que no, aunque sólo después de consultar discretamente con los encuestadores. ¡Y eso que era una Corte supuestamente menemista!

Ahora, dos tercios de los argentinos vuelven a decir que no, pero ya no contra Menem sino contra Cristina, una actitud que aparece más "institucional" que "personal", más cercana a una vocación republicana que a una filia o fobia con nombre y apellido, sea éste el de Menem o el de Cristina. Lo he citado alguna vez en esta columna al presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso cuando dijo que "tres períodos consecutivos es monarquía", una doctrina a la que adhirió con su ejemplo, no dejándose elegir más de dos veces. ¿Empieza a ser es ésta, asimismo, la convicción profunda de nuestro pueblo?

Toda república que merezca el nombre de tal, limita de una forma o de la otra el reeleccionismo presidencial. En México, ningún presidente está autorizado a pretender la reelección nunca . Este es un caso extremo. El caso más moderado se da en los Estados Unidos, Brasil y la Argentina, que sólo permiten una reelección consecutiva. Por eso la Constitución argentina de 1994 prohíbe la re-reelección. En Uruguay, en fin, sólo se permite la reelección presidencial una vez que pasó un período de "descanso". El fundamento de estas diversas variaciones es siempre el mismo: como, según dicen los italianos, "mandar es el más adictivo de los vicios", la única manera de limitar el reeleccionismo es prohibirlo derechamente en la Constitución. Es la cláusula que intentó pisotear Hugo Chávez hasta el día de su muerte. ¿Es ésta la ambición que aún alberga Cristina? Hacia dónde apunta su ambición, ya lo sabemos, por cuanto para huir del espectáculo del 18 - A no tuvo mejor idea que esquivar a los argentinos en dirección de la Venezuela semichavista de Nicolás Maduro. Pero el día en que estime que los argentinos le opondrán una firme convicción, ¿adónde irá la Presidenta? ¿Intentará salir de este dilema mediante la precaria designación de un sucesor? En estos últimos días emergió en la Casa Rosada el nombre de Carlos Zannini, un ex maoista que actúa desde la sombra como el íntimo asesor de la Presidenta.

A medida que los nombres de sus eventuales sucesores vayan surgiendo, algo resultará evidente: que ninguno de ellos podría competir con el influjo de la propia Presidenta. Tanto los recursos del Estado que ella ha manejado discrecionalmente hasta ahora y lo viene de confirmar el escándalo de Lázaro Báez, como su manejo personal del poder público cual si fuera propio, no podrían repetirse sin merma en cabeza de un eventual sucesor. Lo cual quiere decir que ninguno de sus sucesores, designados a dedo, podría igualarla.

Esta merma de poder afectaría sin duda al heredero de Cristina. Esto ya lo entreven sus eventuales sucesores. ¿La espera, por consiguiente, un émulo argentino de Nicolás Maduro? No es improbable que haya menos poder en manos de quienquiera resultare su sucesor elegido. Pero todas estas consideraciones palidecen si tomamos en cuenta un factor que aún podría favorecerla: la flaqueza intrínseca de sus opositores. ¿Cuántos son? ¿Habrá todavía, a la hora de la verdad, varios opositor e s en pugna entre ellos? En 2011, el espectacular 54 por ciento que consiguió Cristina pareció aún más grande de lo que fue porque sus rivales, en vez de sumarse, se dividieron. Y así se generó una impresión que todavía perdura: la supuesta invencibilidad del cristinismo. Desde una posición aún más precaria, los demócratas venezolanos, uniéndose en torno de Capriles, hicieron tambalear al chavismo. ¿Es tan aguda la incapacidad de nuestros opositores que no les permitiría repetir esta hazaña de la libertad, ni siquiera después del terremoto popular del 18 - A ?

Millones de personas desfilaron el último jueves por las calles de la República sin que todavía se sepa hasta dónde querrán llegar. ¿Pero qué les pedimos a sus movilizadores, sean ellos hombres de partido, blogueros o improvisados? Les pedimos algo bien sencillo: que los árboles no les impidan ver el bosque. Los "árboles" son múltiples y diversos. El "bosque" es uno: la lucha de todos ellos por la libertad. Es tanta la confianza de Cristina y los suyos por los recursos estatales que manejan con total desparpajo que quieren imponer aquella fórmula que repitieron una y otra vez Wilfredo Pareto y los "maquiavelistas": que el poder no va necesariamente a las manos de los que representan auténticamente a las mayorías, sino que puede ir también a una minoría eficaz en sus propósitos aunque sea inescrupulosa en sus métodos, porque en ninguna parte ha sido escrito que el bien prevalece siempre sobre el mal, ya que aún la gente mejor inspirada puede perder cuando se desune por un quítame allá estas pajas. Los opositores democráticos al intento totalitario del vamos por todo que se desarrolla ante nuestros ojos podrían cometer, en este sentido, el más peligroso de los pecados. El pecado de la dispersión. Hay pecados intrínsecamente peores que éste, pero en la Argentina actual éste tendría consecuencias sencillamente imborrables..