La democracia que construimos en 1983, ¿es hoy la misma u otra? Y en este último caso: ¿cómo la llamamos? La pregunta recuerda a aquella que formuló Eubúlides de Mileto, frecuente contradictor de Aristóteles: ¿dos granos de trigo hacen un montón? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cuándo decimos que se llega al montón? Se trata de la conocida falacia del "continuo", del montón o del hombre calvo. Si los cambios se producen gradualmente, uno por uno, nunca sabremos definir el momento en que se ha pasado a una situación distinta. Incluso puede ocurrir que no nos demos cuenta, como les ocurre a muchos calvos. Quizá de nuestra democracia sólo quede, como del gato de Alicia en el país de las maravillas , sólo una sonrisa que se desvanece o una mueca.
En 1983 terminó una dictadura militar y se instauró la democracia. La ilusión que despertó, aunque exagerada, fue esencial para una construcción novedosa y compleja, que por entonces tenía tan pocas raíces como un clavel del aire. La democracia de 1983 no consistió sólo en el sufragio libre. Se fundó en los derechos humanos y en el Estado de Derecho: la soberanía de la ley por encima de las voluntades políticas. Las instituciones republicanas fueron valoradas porque limitaban la discrecionalidad del poder y resguardaban los derechos de las personas. Con el pluralismo se valoró la diversidad y también los derechos de las minorías. La ley y las instituciones permitieron el procesamiento civilizado de los conflictos, y la política consistió en la confrontación, la deliberación y la decisión fundada. Fue una democracia nueva, diferente de las grandes experiencias democráticas previas. Desde entonces, y durante mucho tiempo, sirvió como punto de referencia: la Argentina era una democracia, y tenía allí su modelo ideal.
Su realidad fue inevitablemente menos brillante. Mientras duró la ilusión, los problemas fueron cargados en la cuenta de la transición. Como los aviones, la democracia saltaba con los baches de la pista antes de emprender el vuelo. Las cosas empezaron a ser un poco diferentes desde 1989. Guillermo ODonnell habló de "democracia delegativa", una fórmula que le calzaba a la perfección a Carlos Menem. Luego de 2001, las diferencias se acentuaron y hubo que buscar nuevos adjetivos para calificar a la democracia realmente existente: discrecional, autoritaria, populista. Pero se mantuvo la referencia al modelo de 1983.
Al principio, las diferencias se explicaron por factores ajenos al modelo político mismo. Primero por la crisis de 1989 y la permanente situación de emergencia siguiente, que legitimó el deslizamiento autoritario. Facultades excepcionales consentidas, en el marco de la Constitución, era algo que en los años 90 podía admitirse sin considerar cuestionado el paradigma de 1983. A medida que los estragos sociales se hicieron evidentes, se agregó una segunda explicación: la nueva pobreza, que no genera ciudadanos. El sufragio -el elemento más perdurable de nuestra democracia- comenzaba a ser puesto "cabeza abajo": eran los gobernantes quienes extraían del pueblo los sufragios necesarios para legitimarse.
Finalmente, admitimos que estábamos recorriendo un camino bastante diferente del de 1983. Reaparecía la democracia plebiscitaria y autoritaria del primer peronismo, entre 1946 y 1955, basada en las ideas de pueblo unánime y liderazgo. Fuera del pueblo sólo había enemigos de la patria, sin derechos. El voto o la aclamación delegaban el poder del pueblo en el líder, autorizado a avanzar sobre las libertades y las instituciones. Sin negar su legitimidad popular, se habló de autoritarismo, tiranía, totalitarismo o dictadura. Muchos creímos que en 1983 se había dado vuelta la página. Pero no fue así. Los fundamentos del régimen en que hoy vivimos son sustancialmente similares a los del primer peronismo, aunque en esta ocasión hay menos amor y más temor.
¿En que momento pasamos de una cosa a otra? No ha habido una declaración de caducidad contundente, no se ha suspendido la vigencia de la Constitución ni se ha proclamado un "Estado nuevo". Seguimos celebrando en el 10 de diciembre la recuperación de la democracia. Lo que hubo fue una larga serie de pequeños golpes: la refacción a fondo de un edificio, que conservó su vieja fachada. A veces hubo golpes fuertes, envueltos en una retórica anestésica; otras, fueron pequeños golpes, proclamados con retórica triunfante, digna de los totalitarismos de entreguerra. Fue un grano de trigo sumado cada día, o un pelo menos en la cabeza.
Es casi innecesario recordar cuáles han sido y son estos pequeños golpes. En cada terreno se ha avanzado paso a paso. Además, el discurso va por delante de la acción, cuestionando en nombre de un proclamado e impreciso "proyecto" todo el armazón institucional de la república. "Vamos por todo" y "Cristina eterna" pueden parecer exageraciones, deslices de lenguaje, pero cada día parecen más reales.
¿Qué queda hoy del proyecto de 1983? Parece llegada la hora de sumar dos y dos. Advertir que son demasiados granos, y muy poco pelo, para seguir negando al montón de trigo o la calvicie. Creo que ni Eubúlides dudaría. Este modo de funcionamiento del poder es completamente distinto.
No sabemos qué nombre ponerle. Agregar un adjetivo a democracia -discrecional, autoritaria, populista- ya no es suficiente. No es la democracia de 1983, pero no puede decirse que sea absolutamente ajeno a ella: conserva el sufragio; cabeza abajo, pero sufragio al fin. Pero a la vez el Gobierno ha avanzado demasiado sobre las instituciones de la Constitución, ha roto su trama en demasiados lugares y lo ha hecho con orgullo, esgrimiendo la democracia en contra de las instituciones. No se enfrenta con el núcleo mínimo de la democracia -del cual pueden salir cosas terribles, como el terror jacobino-, sino con las instituciones y las libertades que lo rodean.
Es común definir algo por su opuesto. Durante mucho tiempo lo contrario de la democracia fue la dictadura. Cuando se trató de dictaduras militares, los puntos de separación siempre fueron claros e indudables. Las dictaduras surgían un día, acunadas por marchas militares, y también terminaban un día preciso, cuando el dictador era derribado.
No es el caso, ciertamente. Pero hubo algunos dictadores que, tras el golpe militar, pasaron luego por la convalidación de unos dudosos comicios, como Stroessner, Pérez Jiménez o Trujillo, los tres huéspedes de Perón luego de su caída en 1955. El ex presidente de Ecuador Osvaldo Hurtado, en un difundido libro, recurre hoy al viejo concepto de dictadura. La ve remozada en el siglo XXI, distanciada de los espadones y fundada en métodos de coerción menos desembozados, comunes entre nosotros. Pero los conceptos y las denominaciones son hijos de su época, y quizá la dictadura -muy pegada a su versión militar- no sea adecuada para describir un fenómeno que muestra las peligrosas dimensiones de una democracia no encuadrada por el Estado de Derecho.
No lo definamos entonces, pero enfrentemos su realidad. Hoy la Argentina avanza por un camino peligroso. Abandonó la meseta democrática, donde se había instalado en 1983. Inició un descenso, al principio suave, que se fue convirtiendo, quizá sin advertirlo, en una pendiente inclinada, al fondo de la cual se vislumbra el barranco. No sabemos cómo llamarlo, pero indudablemente es un barranco fatal.
Todavía hay frenos institucionales. La Constitución bloquea hoy una nueva reelección, y con ello la continuidad de la jefatura, que es la piedra clave del régimen. Las elecciones de fin de año serían decisivas. Pero un fracaso de los reeleccionistas no asegura que se detengan. Es mejor no engañarse con cómodas seguridades; algo se les ocurrirá, y será ya fuera de la Constitución. De hecho, hoy mismo están asaltando a la Justicia. Los partidos y la sociedad civil deben estar preparados para la contingencia y comenzar a explorar qué otros instrumentos tiene la democracia institucional para defender el Estado de Derecho.