Con el injustificado ataque de decenas de pasajeros de Buquebus al viceministro Axel Kicillof y su familia como disparador, discutimos este asunto ayer, por radio, de manera apasionada, pero amable, con el ex jefe de Gabinete Alberto Fernández. Para Fernández, son el tono y la actitud de la Presidenta, una dirigente que habla "como si fuera la única dueña de la verdad", los que viene alimentando este clima de confrontación irreversible. Es la escena de la jefa del Estado que "manda en cana" con nombre y apellido al agente inmobiliario que confirmó la caída de la actividad lo que explica, en parte, la reacción inversa de quienes no toleran al Gobierno . Es el silencio de Cristina Fernández ante los carteles anónimos contra Jorge Lanata lo que provoca la respuesta violenta. La convalidación que hace la primera mandataria de la caza de brujas impulsada por Hebe de Bonafini contra los jueces de la Corte es lo que genera tanta indignación.
El ex jefe de Gabinete, por supuesto, repudió la agresión a Kicillof, pero al mismo tiempo planteó, igual que en la columna que ayer escribió en la nacion, que con Kirchner esto no pasaba. Explicó que el ex presidente defendía con pasión su verdad, pero que no consideraba un enemigo a quien pensara diferente. Me permití disentir y me pidió precisiones. Cité, por ejemplo, el uso del atril para plantear un boicot a la Shell o criticar, con nombre y apellido, a Joaquín Morales Solá ; la bendición oficial para instaurar 6,7,8 y el ataque a los trabajadores del Indec que se atrevieron a denunciar la manipulación de estadísticas oficiales. Y ahora mismo, recuerdo el maltrato que le propinó Kirchner a un cronista de Radio Continental en el medio del conflicto con el campo y que tanta indignación le causó en su momento al ex periodista crítico Víctor Hugo Morales. También le comenté a Fernández que cuando esto sucedía él era jefe de Gabinete, aunque me consta que algunas veces intentó detener el ataque presidencial contra periodistas que lo criticaban. Fernández insistió en su hipótesis. Y puso como ejemplo, para justificar su razonamiento, que el último día de su mandato, Kirchner tuvo la delicadeza de invitar a la Casa de Gobierno a Morales Solá y lo despidió con un saludo afectuoso.
Pudimos coincidir en que los estilos de uno y de otra no eran exactamente los mismos. Sin embargo, sigo pensando que la estrategia política fue siempre idéntica: poner al "enemigo" en una sola bolsa, fragmentarlo, desprestigiarlo, bajarle el precio para luego quedarse con la otra mitad. Kirchner no fundó 6,7,8, pero lo convalidó y le dio buen uso. Tampoco fue durante su mandato cuando se inició el armado del enorme sistema oficial y paraoficial de medios que tiene como misión primordial atacar y descalificar al periodismo crítico y a la oposición. Pero Ernesto Laclau y Horacio Verbitsky -y las organizaciones de empleados ciber-K- ya venían operando desde hacía tiempo para agudizar las contradicciones y dividir a la sociedad en dos partes más o menos iguales. La persecución a través de la AFIP y el quite de la publicidad oficial a los medios no disciplinados se consolidaron una vez que Cristina Fernández se terminó de acomodar en el rol de jefa del Estado, pero su esposo ya había empezado a practicar otro tipo de discriminación: atendía sólo a los periodistas amigos, les prohibía a sus ministros aparecer en los programas de radio o de tele que no fueran "del palo" y ya había decretado la muerte del diario Crítica al ordenar, de manera terminante, no cederle ni un peso de la pauta que distribuye Télam.
Hay que decirlo: la discusión sobre cuándo empezó todo no es una discusión menor. Porque se trata de saber cuál es la verdadera cultura política del Gobierno y hasta dónde son sinceras las palabras de la Presidenta cuando pide tolerancia y respeto por todas las personas, piensen como piensen. Sólo que las haya pronunciado tiene un valor indudable. Sirve para descomprimir el clima de intolerancia y para llamar a la reflexión a los propios y también a quienes no comparten su estilo ni sus decisiones. Pero ¿de verdad Ella va a ejercer, a partir de ahora, esa tolerancia que pidió a todos los argentinos? ¿O es sólo la impresión y el disgusto que le causó el mal momento que pasaron sus funcionarios lo que la hizo recapacitar? ¿Es la Cristina Fernández que llamaba a la unidad antes de las elecciones de octubre de 2011 la que estaba hablando el pasado lunes? ¿O es la que ametralla a tuits a sus seguidores, mitad en inglés, mitad en español, con acusaciones reiteradas a países, gobernadores, periodistas, bancos, sindicalistas o todo lo que se le pase por la cabeza en los próximos cinco minutos?
La violencia social, la agresión, el escrache y la caza de brujas siempre crecen y se alimentan de abajo hacia arriba. Y nunca lo hacen de un día para el otro. Son, a estas alturas, parte de la cultura kirchnerista. Además, es más difícil de desarmar cuando se trata de un plan deliberado que le dio al Gobierno excelentes resultados electorales y, al mismo tiempo, provocó un golpe durísimo al periodismo y la oposición política. Lo que ahora vuelve insoportable este clima -que Kirchner en su momento y la Presidenta después ayudaron a propiciar- es el enorme desgaste que está sufriendo la administración después de una década de gobernar con una impronta parecida.
A propósito: también ayer me encontré, por la mañana, de casualidad, en un café, con dos ex funcionarios del gobierno de Cristina Fernández. Empezamos a conversar sobre el tema inevitable: el escrache a Kicillof y el clima irrespirable que se vive en estos días. Ambos dejaron la administración nacional no hace mucho. Pensé que iban a defender a la Presidenta y su mirada de las cosas, pero ambos me presentaron la nueva teoría política que impera en el poscristinismo por estos días. Dijeron que Ella cambió de la noche a la mañana, en el mismo instante en que le confirmaron que había obtenido el 54% de los votos. Argumentaron que a partir de ese momento se encerró todavía más y que ya no escuchó a nadie. Me hicieron acordar a decenas de dirigentes peronistas que le atribuyeron toda la responsabilidad de la crisis del final de los años noventa a la falta de reflejos de Carlos Menem. Como si no hubiera sido consecuencia de una estrategia política, sino de un estilo personal.