El sostenimiento de políticas equivocadas, sumado a varios hechos recientes, ha llevado a la Argentina a convertirse en uno de los dos países de más alto riesgo financiero en el mundo. El otro es Grecia. Para que un inversor adquiera hoy un título emitido por el Estado argentino, se le debe reconocer como mínimo una tasa de interés cinco veces mayor que la que se le exige a un título público brasileño, chileno o uruguayo. Recientemente el gobierno boliviano ha colocado bonos en el mercado internacional con un 4,5% de rendimiento anual. Es casi un tercio del rendimiento que se le exige a un bono argentino.
El denominado riesgo país, que se mide justamente por la diferencia en el rendimiento de los bonos soberanos respecto de los del Tesoro de los Estados Unidos, no es una mera entelequia financiera. Mide la aversión a invertir en cada país y, por lo tanto, la rentabilidad exigida no sólo sobre títulos, sino también sobre inversiones en empresas y actividades productivas. Cuanto mayor sea el riesgo país, menor será la inversión, y cuanta menos inversión haya, menos crecimiento y creación de empleo habrá. Un alto riesgo país significa por lo tanto menos puestos de trabajo y más bajos salarios. Esto debiera pensarlo un gobierno que destila populismo cuando toma medidas que no hacen más que crear temor en los inversores.
El desborde del gasto público y la aparición de un déficit fiscal creciente han venido erosionando desde hace tres años la confianza y han acrecentado la duda de que el gobierno argentino pueda cumplir con sus compromisos. La apelación al uso de las reservas del Banco Central no ha contribuido a apuntalar la confianza, sino, por el contrario, a explicitar una situación de angustia fiscal. Lo mismo ocurre con el indebido uso de los fondos de la Anses o del PAMI, que desde hace un par de años son entregados abundantemente al fisco sin ninguna posibilidad de retorno. El futuro de los jubilados está quedando seriamente afectado. A pesar de esto, las cuentas del fisco sólo cierran apelando a fondos girados por el Banco Central en calidad de utilidades o adelantos transitorios, denominaciones eufemísticas de lo que no es otra cosa que emisión monetaria. El arbitrio de publicar las cuentas fiscales incluyendo esas transferencias como ingresos corrientes puede engañar a legos, pero nunca a analistas entendidos o a los inversores, que son los que determinan y orientan los mercados.
El alto riesgo argentino resulta de estos comportamientos, además de la lamentable historia que expone nuestro país como el que más ha deshonrado su deuda pública en los últimos treinta años. El último default, aclamado a fines de 2001 por el Congreso, y la forma extremadamente agresiva con que se lo renegoció, nos han puesto prácticamente en la categoría de un país estafador. Debemos decir que ésta no es una apreciación exclusivamente extranjera. Por alguna razón, la Argentina es el país con la mayor fuga sistemática de capitales impulsada por parte de sus propios ciudadanos.
Pero a estas circunstancias se han agregado hechos recientes suficientemente impactantes. La gobernación del Chaco decidió pagar en pesos el cupón de un bono emitido en dólares. Para mayor daño, ese gobierno provincial explicó que fue el Banco Central quien decidió no entregarle los dólares que necesitaba para cumplir con el pago. Por una suma relativamente pequeña se generó así un daño enorme. Todos los títulos públicos, incluyendo los de otras provincias y los nacionales, sufrieron una notable desvalorización en pocos días.
Poco después, la Cámara de Apelaciones de un tribunal de Nueva York convalidó un dictamen de primera instancia que exigía al gobierno argentino pagar a los bonistas que no adhirieron a los dos canjes de deuda toda vez que se pague a los que sí adhirieron. Esto se contradice con la llamada ley cerrojo sancionada por el Congreso, pero no parece tener salida salvo que la Corte Suprema de los Estados Unidos modifique ese fallo. Sin embargo, es absolutamente improbable que esa Corte se aboque al caso, por lo tanto el gobierno argentino está en la encrucijada de tener que satisfacer el fallo si quiere evitar embargos en las cuentas del banco pagador. De esta forma, el riesgo de cobro de los demás bonistas aumenta y así lo reflejaron las cotizaciones en caída de los títulos argentinos.
El riesgo país ha superado holgadamente los mil puntos básicos y los mercados sólo se tranquilizaron levemente tras la promesa formulada el jueves pasado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de que el Estado argentino honrará sus compromisos y en dólares.
El fuerte intervencionismo estatal en la economía, que tuvo como principal eslabón de una serie de medidas el cepo cambiario, ha golpeado duramente al sistema financiero, provocando una mayor fuga de depósitos bancarios en moneda extranjera y graves consecuencias en otras actividades económicas, como la inmobiliaria, donde la compraventa de inmuebles ha caído a cerca de la mitad con respecto a un año atrás. Por si esto fuera poco, se han incrementado los índices de morosidad en el sistema financiero y el porcentaje de cheques rechazados.
De continuarse con estos comportamientos, el país corre el riesgo de un aislamiento total del sistema financiero internacional y del mundo y de una acentuación de la fuga de capitales. El embargo de la Fragata Libertad, además de humillarnos, ha puesto en evidencia la ausencia de solidaridad internacional frente a un hecho que nadie considera que haya sucedido por casualidad. Con una inflación que supera el 25% anual, una expansión monetaria del 35% y la actividad económica en declinación, es inentendible e imperdonable el empecinamiento en políticas que acentúan este aislamiento.