En los prólogos de su gobierno, Néstor reunió a un grupo de militantes del Frente Grande y les sintentizó en tres palabras lo que deseaba: "Un país normal". Algunos de esos dirigentes provenían del marxismo leninismo, del peronismo renovador y más modestamente del frepasismo. Todos se fueron de esa reunión iniciática muy satisfechos: no les venían con dogmas ni ideologías grandilocuentes. Sólo se trataba de hacer eso que luego se transformaría en un slogan de campaña. Un país normal concebido por un peronista gradualista muy afecto al desarrollismo. "Si los muchachos de La Cámpora hubieran oído entonces esas instrucciones, habrían caracterizado a Néstor como un tipo de derecha", me dijo con ironía esta semana uno de aquellos pioneros del kirchnerismo.
A pesar de las críticas que se le podrían hacer, Kirchner construyó inicialmente una nación que aludía a la normalidad deseada: el Estado no emitía para financiarse, se cuidaba con sana obsesión de almacenero los superávits gemelos, se acumulaban reservas, las provincias no tenían problemas financieros, el campo estaba tan contento que votaba al Frente para la Victoria, venían inversiones del mundo (con el que aún había una cuidada relación), y los ciudadanos que podían ahorrar lo hacían en pesos: nadie iba al dólar y a veces el Banco Central tenía que salir a sostener la divisa para que no se cayera.
Ayudó mucho el viento de cola. Pero con una mano en el corazón: ¿alguien podría haberlo hecho mejor? Quiero decir: ¿alguien habría tenido la capacidad, el tesón y la estructura organizativa para llevar a cabo una salida mejor de esa crisis profunda? No son ucronías ni interrogantes meramente históricos. Pese al grave deterioro económico e institucional que experimenta hoy mismo la Argentina, sigo haciéndome las mismas preguntas incómodas: ¿alguien en la oposición tiene la capacidad instrumental e ideológica, alguien posee una verdadera idea renovadora para manejar esta nación de manera efectiva, con una alianza social y política consistente que tome el timón, conduzca el barco en medio de la tormenta y nos garantice que no lo chocará contra el iceberg? La mayoría de la sociedad piensa que todavía no. Y yo la acompaño, humildemente, en ese íntimo sentimiento. Dicho todo esto, ¿cuándo comenzaron a ir mal las cosas? ¿Cuándo se inició esta extraña metamorfosis que convertiría a un reformista en un falso ícono revolucionario? Es obvio que la "cheguevarización" de Néstor (entendida únicamente como glorificación pop, transgresora y un tanto frívola de una figura política) se consolidó con su muerte. Pero uno debe retroceder bastante para descubrir cuándo el almacenero arrojó la libreta y comenzó a huir hacia delante. Supongo que esto ocurrió cuando las cosas empezaron a ir mal, cuando se agotó la caja, después de la 125 y de la consecuente catástrofe eleccionaria. Allí se abandonó la disciplina racional y se abrazó la épica. Esa poesía heroica le granjeó la adhesión de muchos jóvenes e intelectuales, que le permitieron dar la "batalla cultural". A mayores problemas, mayores discursos altisonantes. A mayor enmascaramiento de las dificultades, mayores proclamas patrióticas. Néstor decía en secreto: "No miren lo que digo sino lo que hago". Luego en la época de las epopeyas, esa sentencia se invirtió: "No miren lo que hago sino lo que digo". Una retórica hinchada y pomposa fue reemplazando una gestión más gris, pero también más sana y efectiva.
Quizás el punto culminante de la grandilocuencia ocurrió el viernes 25 de mayo, cuando la Presidenta dijo: "Devolvimos a los argentinos la patria que les arrebataron". Esa frase es interesante porque carece de pudor. Y porque justo es pronunciada en tiempos difíciles, cuando se sospecha un largo período de recesión con inflación, nerviosismo y muy malas noticias para los ciudadanos de a pie.
La mención de la Guerra de la Independencia me hizo acordar a las amarguras últimas de José de San Martín. Siempre me pareció significativo ese derrotero. Es cierto que el viejo general tenía una enorme tristeza por el injusto ostracismo al que lo habían sometido sus propios compatriotas. Pero si uno analiza detenidamente su actuación en Perú, cuando le tocó gobernar, y luego su vida en el exilio, se dará cuenta de que la verdadera razón de esa pena tan honda se encontraba en que había sido derrotado en el terreno de la política. El general había ganado todos los combates militares, pero había perdido esa batalla crucial en Lima. Convencer es más difícil que disciplinar, y de ese fracaso político deriva su paso al costado con Simón Bolívar y su rápido camino al destierro.
La parábola del padre de la patria encierra entonces algo del gen argentino: somos espectaculares en la conquista e inconstantes en la gestión. Somos magníficos y rápidos para recuperarnos, y mediocres para la tarea política del día a día, donde no hay epopeyas sino anónimas y aburridas rutinas necesarias. Tal vez por carecer de ese temperamento, países con menos recursos humanos y geopolíticos han avanzado, sin embargo, mucho más que nosotros. Y lo siguen haciendo.
Hoy, en la Argentina hay psicosis por el dólar, alta inflación, falta de crédito y castigo al ahorro, provincias fundidas que ya piensan en cuasimonedas, caída del consumo y de las exportaciones, congelamiento de la obra pública, graves dificultades para las pymes; aislamiento, temores e incertidumbres. ¿Y si prueban de nuevo con "un país normal"?.