Sostiene que, muchas veces, estas normas son impuestas por la UE para dificultar la competencia de productos provenientes de otras regiones.
A fines de marzo se estableció en Arlington, Virginia, la oficina del Consorcio para el Nombre Común de los Alimentos, un lobby creado para gestionar la moderación de las reglas de propiedad intelectual que pueden tener el efecto práctico de imponer falsos ganadores y perdedores en el comercio mundial de los productos agroalimentarios.
Ese grupo se opone al escenario que viene montando la Red Internacional de Indicaciones Geográficas, que brinda apoyo al amplio brazo manipulador de la Unión Europea. Se trata de una compleja batalla económica entre quienes sostienen y rechazan la noción de sustituir las normas de competencia con artificios legales de cuestionable fundamento.
Si bien el nuevo Consorcio no ahorrará energías para corregir los excesos provocados por las normas que afectan a muchos actores del negocio mundial de vinos y licores, su principal objetivo radica en frenar la cruzada de la UE que se orienta a extender la misma clase de excesos a la generalidad de productos de origen agrícola.
Para los especialistas no es un secreto que Bruselas se propone incluir en todas sus negociaciones, sean éstas en la OMC, o en el marco de los proyectos de acuerdo sobre libre comercio como los que dice tener interés en suscribir con el Mercosur, la India, Corea, Canadá o ciertas naciones asiáticas, herramientas sustantivas sobre protección a las indicaciones geográficas para cubrir un universo como el que figura en el primer anexo del Acuerdo sobre Agricultura de la mencionada Organización.
En los últimos lustros Europa pondera su interés en las referidas negociaciones con algo más que los números de comercio que puedan llegar a originarse con la existencia de un mayor acceso tradicional a los mercados. El Viejo Continente piensa que su futuro depende de la habilidad que tenga para especializarse en el desarrollo de productos de alto valor y de generar el tipo de rentas adicionales que surgen del empleo de mecanismos como la Cuota Hilton. Es un enfoque que no descansa sólo en competir con el mérito específico de las propiedades y calidad de los bienes comercializados, sino en producir un valor adicional con instrumentos como los derechos de propiedad intelectual. Su clase política espera, por ejemplo, que el jamón de Parma sea algo más que un producto caro; desea obtener un ingreso diferencial y monopólico apelando a la combinación de técnicas de marketing con el impulso de derechos legales cuya justificación no resiste un ejercicio de análisis profundo y sistemático.
Los consumidores argentinos pueden dar testimonio de lo anterior. A fines de los 90 empezaron a observar como la sucursal de Moet et Chandon de nuestro país, y las restantes bodegas instaladas en su territorio, obedecían las reglas internacionales y cambiaban de la noche a la mañana una etiqueta que antes identificaba a determinado producto como “champagne”, por otra que definía al mismo producto como “vino espumante”, sin ninguna otra adición sustantiva que la de cumplir una obligación internacional. Con ese ajuste, todo establecimiento bodeguero local debió reciclar su política y sus métodos comerciales, aceptar un alto grado de introversión en su mercado y reintroducir el producto con otra presentación, mientras el vendedor del “producto legítimo” se daba el lujo de valuar su mercadería en 3,5 a 6 veces más que la del bien desplazado. Europa nunca se molestó en explicar, como lo hace la industria farmacéutica, cuáles eran las ganancias de este enfoque para la sociedad en su conjunto y para el público consumidor.
La UE consiguió que Canadá suscriba, años atrás, un acuerdo bilateral específico sobre protección intelectual a las indicaciones geográficas de vinos y licores, pero su industria vinícola y licorera ocupa un espacio reducido en el mercado nacional e internacional.
En apariencia, uno de los primeros objetivos del nuevo Consorcio será evitar que la cruzada europea extienda la protección monopólica a los productos del sector lácteo que llevan nombres “comunes” como parmesano, fontina, gouda, gruyere, muzarella, provolone o ricota.
Según los datos que trascendieron, el nuevo Consorcio se destaca por la adhesión del Consejo Estadounidense de Exportación de Lácteos, el Instituto Americano de la Carne, la Oficina Agrícola Americana (American Farm Bureau, una entidad similar a la Sociedad Rural Argentina) y otras asociaciones agrícolas de Estados Unidos, Costa Rica y nuestro país. El rasgo llamativo de este esfuerzo es que la reacción privada a estas modalidades invasivas de propiedad intelectual recién logra organizarse un cuarto de siglo después de lanzado el debate sobre el tema y tras 17 años de vigencia del Acuerdo TRIPs.
Otra curiosidad es que la UE todavía siga adicta y goce de impunidad en la práctica del fórum shopping, una modalidad política que induce a meter por ventanas regionales, y mal informadas, aquello que habitualmente no logra introducir por la puerta grande de la OMC. Esto permite entender la tardía preocupación que hoy existe en los altos niveles del gobierno de la India, que es un país que ya tiene legislación embrionaria sobre indicaciones geográficas y espera suscribir con Bruselas, a corto plazo, un acuerdo de libre comercio.
Aunque en Nueva Delhi existe un heroico rechazo a la idea de menoscabar el futuro de su vibrante producción láctea, o de recortar el papel de productor mundial de medicamentos genéricos a bajo precio que desempeña su industria farmacéutica, la que ejerce un enorme liderazgo en el combate de enfermedades pandémicas como el SIDA o el cáncer, las presiones generales de esta negociación hacen difícil prever cómo se alineará el tablero al final del camino.
El Mercosur haría bien en prestar atención a estos hechos. La integración desbalanceada, el trato especial y diferenciado a favor de los socios de alto desarrollo y concesiones cuyos efectos económicos no son fáciles de mensurar no son, como ya expliqué en otras oportunidades, la mejor receta para crear alianzas provechosas.