Más que oportuna resultó la advertencia de la Iglesia sobre la alteración de la paz social y la existencia de un caldo de cultivo para el recrudecimiento de hechos de violencia en la Argentina.

No menos oportuno fue el pedido de los obispos para que quienes tienen que expresar sus demandas encuentren canales que no sean los cortes de rutas.

En las últimas semanas, de la mano de la ya añeja disputa entre el gobierno nacional y el sector agropecuario, el clima de tensión social ha crecido en el país. Y los roces entre camioneros y productores rurales en distintas rutas, como la acción de provocadores en el medio del conflicto, constituyen sólo una muestra de la tensa situación.

La dirigencia toda, y en particular la que gobierna, debería preguntarse por qué se ha llegado a este estado y qué se puede hacer para evitar que se profundice la tendencia.

Lo que se vive hoy en diferentes rutas del país no sólo refleja la dramática situación de un sector económico, cansado de una política agropecuaria agotada y del maltrato oficial. Es el correlato de una cultura del piquete y de la anomia, alentada durante años por el propio gobierno que hoy la sufre. Es el resultado de la ausencia del Estado a la hora de hacer cumplir la ley y de garantizar el orden público. Es, finalmente, la consecuencia de la impotencia para lograr debatir propuestas concretas por los canales institucionales y por medio del diálogo civilizado.

No ha exagerado el director de prensa del Episcopado, Jorge Oesterheld, cuando afirmó que "la amistad social está puesta en duda y se empiezan a ver resentimientos que son muy difíciles de sacar una vez que se instalan".

Es lamentable que algunos de esos resentimientos hayan sido creados desde el propio Poder Ejecutivo Nacional, con discursos alusivos a una inexistente lucha de clases, cuando quienes gobiernan la Nación tienen el deber de unir y no de seguir dividiendo.

Desde que, en 2003, Néstor Kirchner accedió a la presidencia de la Nación, quedó claro un estilo de gestión basado en la confrontación y el conflicto. El ejercicio de la función pública quedó, así, asociado a la identificación casi permanente de rivales ocasionales -cuando no enemigos- a los que había que poner de rodillas. Se embistió desde la Casa Rosada contra parte de la dirigencia del justicialismo que había permitido la llegada de Kirchner al poder, contra militares y contra la Iglesia, contra empresas concesionarias de servicios públicos, contra empresas petroleras internacionales, contra algunos medios de comunicación y contra el campo.

El ex presidente de la Nación y hoy titular del Partido Justicialista se acostumbró a identificar cualquier atisbo de crítica a la gestión gubernamental con movimientos "destituyentes", ofendiendo de ese modo innecesariamente a distintos sectores, como el rural, y sembrando odios que cada vez será más difícil extirpar.

Por si esto fuera poco, el oficialismo contó a menudo con la cooperación de sectores con reminiscencias de tradicionales fuerzas de choque y de dirigentes que no dudaron en efectuar hasta manifestaciones de antisemitismo que jamás fueron condenadas debidamente por quienes, desde el Gobierno, hacen flamear la bandera de los derechos humanos.

No debería extrañar que, en este contexto, que ha tenido como preámbulo durante los últimos años al escrache, la persecución y el piquete como metodologías de acción, la violencia siga extendiéndose peligrosamente a lo largo de la Argentina.

Aún se está a tiempo, sin embargo, de prevenir males mayores con una cuota de racionalidad y prudencia. Las autoridades nacionales tienen la irrenunciable obligación de trabajar activamente por el mantenimiento de la paz interior y la tranquilidad social. Pero este objetivo, propio de cualquier sistema institucional comprometido con los ideales republicanos, no será factible sin una auténtica vocación de diálogo.